Columna


La violencia y el olvido

PABLO ABITBOL

23 de octubre de 2020 12:00 AM

Un método muy interesante de indagación filosófica son los experimentos mentales, que consisten en imaginar situaciones irreales, o aún irrealizadas, para escudriñar los límites de los mundos posibles.

Algún día, haciendo un ejercicio de esa naturaleza filosófica, lancé la siguiente pregunta: ¿qué reacción habría si hoy un expresidente, exgobernador o exsenador dijera “sí, yo apoyé la creación de grupos paramilitares y les di rienda suelta a ellos y a la fuerza pública para hacer lo que fuera necesario con el fin de...”.

Si algo así ocurriera, ¿cuántos de sus seguidores lo rechazarían y cuántos afirmarían su fe en él? Quizás algunas de las posibles respuestas que podrían darse a esa pregunta hipotética apunten a que el verdadero reto que tenemos como país no es solamente juzgar a quienes hayan cometido, incitado o facilitado violaciones a los Derechos Humanos, sino además y sobre todo, comprender y transformar las bases culturales e institucionales de la legitimidad política de la violencia; ojalá en el marco de un proceso cada vez más amplio y profundo de justicia transicional y restaurativa.

Ese tema de la legitimidad cultural de la violencia en Colombia volvió a surgir en una de las interesantes conversaciones que he tenido durante estos días sobre la urgente importancia de hacer una reforma estructural de la Policía. En ella, una persona muy sabia me mostró que para transformar internamente la cultura de la Policía es fundamental también transformar externamente la cultura de la ciudadanía; esa ciudadanía que avala e incluso aprueba el abuso y la violencia policiales como medios supuestamente necesarios para la preservación de la seguridad y el orden público. Así mismo, es preciso que haya una reflexión desde la otra cara del espejo. Bien supo Martin Luther King reconocer en La otra América que “el disturbio es el lenguaje de quienes no son escuchados”, pero con la misma claridad recalcó que, si bien la violencia sistemática que se ejerce desde el Estado explica la reacción violenta contra el Estado, no la justifica.

Ya desde una mirada atenta y pausada sobre los últimos tres siglos, el historiador Eric Hobsbawm ha mostrado que la violencia revolucionaria solo produce una mayor violencia reaccionaria. Y desde la filosofía, Hannah Arendt lo ha explicado con precisión: “La práctica de la violencia, como toda acción, cambia el mundo, pero el cambio más probable es hacia un mundo más violento”.

Si de algo ha de servir la memoria colectiva, ha de ser para no volver a caer en el olvido de que el origen de nuestras tragedias está en el ciclo eterno de la violencia contra la violencia.

Las opiniones aquí expresadas no comprometen a la UTB o a sus directivas.

*Profesor de Ciencia Política y Relaciones Internacionales, UTB

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