Columna


Las secuelas inadvertidas de la mentira

RICARDO TROTTI

29 de julio de 2017 12:00 AM

Nadie está exento de engañar o ser engañado. Convivimos en esa dualidad, entre verdades y mentiras, entre el bien y el mal, herencia que nos viene desde el Génesis con Adán y Eva, Caín y Abel.

La corrupción es el correlato más directo de las mentiras, y la cárcel y la deshonra pueden ser sus correctivos más efectivos. Sin embargo, no siempre falsear, exagerar, embaucar, estafar o calumniar sufren las consecuencias, e incluso cuando las tienen, pasa inadvertida la secuela más dañina de la mentira: la traición de la confianza pública.

Lo demuestra esta nueva época de la posverdad, en que las emociones y los “hechos alternativos” pesan más que la objetividad y la verdad lisa y llana. El presidente Donald Trump potenció la forma edulcorada de hacer política desde que fue candidato y antes como celebridad televisiva. En este contexto, en el que expresa unos cinco datos falsos por día, según una medición del Washingon Post, el “rusiagate” no sorprende. Tal vez sus mentiras no tendrán consecuencias, pero erosionan la credibilidad en las instituciones, la política y la palabra.

Los casos de Odebrecht y Volkswagen también desnudan que no siempre la aplicación de correctivos judiciales minimiza otros daños que pasan inadvertidos. Con Odebrecht existe satisfacción por la cantidad de ejecutivos de la empresa, funcionarios y presidentes desenmascarados, muchos de los cuales están encarcelados o en vías de estarlo. Sin embargo, pocos reparan en el perjuicio a otras empresas constructoras que han gastado tiempo, energía y recursos para competir en licitaciones, desconociendo que ya habían sido adjudicadas a sus espaldas.

Las sanciones que el gobierno de EEUU aplicó esta semana contra 13 funcionarios venezolanos por lavado de dinero y colusión con el narcotráfico, son correctas y necesarias, con el objeto de presionar a Nicolás Maduro a abandonar su reforma constitucional. Sin embargo, uno se pregunta por qué recién ahora se aplican estas sanciones congelándoles activos inmobiliarios y cuentas bancarias en Miami, cuando estos ilícitos son tan añejos como la Revolución Bolivariana. Si el gobierno y los bancos estadounidenses ya sabían de estos ilícitos y nada hicieron, ¿no serían responsables y cómplices de jugar políticamente con estos delitos?

Las mentiras también pueden ser destructivas, como las de George Bush, que invadió Irak por armas de destrucción masiva que nunca encontró; pueden ser calumniosas como las del ex presidente colombiano Álvaro Uribe, que desautorizó las críticas de un periodista calificándolo de violador de niños; y pueden ser tolerables, como la del cantante Carlos Vives, que fingió que le arrebataron un largo beso que casi le cuesta el divorcio, para que días después de la alharaca mediática anunciara su sencillo “Robarte un beso”.

Miremos donde miremos, las mentiras abundan, en distintos tipos, niveles y cantidades. Nos estresan y consumen. Pero sin correctivos adecuados nos destruyen la confianza.

Si el gobierno y los bancos estadounidenses ya sabían de estos ilícitos y nada hicieron, ¿no serían responsables y cómplices de jugar políticamente con estos delitos?

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