Columna


Madre de mi guarda, dulce lejanía

HENRY VERGARA SAGBINI

16 de enero de 2017 12:00 AM

A ella, lenta pero inexorablemente, se le diluyó la luz de su memoria pero jamás la esencia de sus  sentimientos. Ella, quien  fue la dueña y señora de todas las fechas, no solo de navidades, año nuevo y sepelios; de todas las flores, no solo de claveles rojos y blancos. Ella,  artesana invicta de milagros posibles e imposibles, ahora solo nos mira en completo silencio, cierra los ojos y dialoga con Dios.

Mamá no necesitó confesionario, perdonaba anticipadamente a cada una de sus ovejas, sin sopesar argumentos ni evidencias. Nunca instaló candados a su alcoba ni a su despensa. Si había una sola cama, en ella descansarían los huesos y las angustias de su muchacho; si un solo bocado, era para su plato; si quedaba una sola gota de agua, con ella mojaría sus labios sedientos.

Ella  sabía que en cada amanecer duerme la simiente luminosa del nuevo día para empezar de nuevo y comprendió que solo puede el que quiere y solo quiere quien es capaz de comprender y perdonar.

El regazo tibio de mamá siempre estuvo disponible cuando alguno de sus polluelos retornaba con su piel o su conciencia  cubiertas de  llagas, cicatrices o  moretones. La vieja siempre zurció, con hilos de esperanza, sus almas y sus  franelas. Y si quedaban desnudos,  fabricaba, de inmediato, un  abrigo con su propia piel y así, de nuevo, se encubaría la luz de sus propias alas.

Y es que del vientre sagrado de la MADRE germinan, sin que ella se lo proponga, economistas y lancheros, poetas y guerreristas. Maestros y vagabundos, sanadores y prestamistas. Quijotes, ingenieros y Sanchos...

Fabricantes de tempestades, cometas y trompos. Las madres reparten por igual sus oraciones y caricias, entre borrachitos o abstemios, contadores o equilibristas, usureros o soñadores...

Y sin importarles las risitas de sus vecinos, siguen recomendando a sus hijos con el taxista o con el piloto del avión,  muy a pesar de la calvicie o del cabello cenizo, como si se tratara del bus escolar. Y es que las madres permanecen  alertas, con sus quince sentidos a flor de piel, desde el primer instante que se saben embarazadas y le encargan a la Madre Selva, túnicas y pañales tejidos con los cánticos y  la clorofila  de las montañas. Y no es para menos: es su príncipe del alma el que ha de venir.

La Vieja esperó por siempre, sin importar lo intensa lluvia o la agonía de la madrugada… Se volvió  experta en estirar centavos y fabricar de la nada, castillos de ilusiones y racimos de esperanzas. Hoy, sin embargo, el óxido del tiempo borró para siempre sus angustias terrenales.

En las madres el corazón remplaza a las neuronas, y  si alguna de  ella presiente que el hijo de sus entretelas está en peligro, aún  con el ejército de sombras pisoteando sus músculos y sus recuerdos, será la primera en llegar a ofrendarle sus brazos misericordiosos, cabalgando sobre su silla de ruedas.

hvsagbini_26@yahoo.es

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