Columna


Malecón

CARLOS VILLALBA BUSTILLO

26 de febrero de 2017 12:00 AM

Al revés de lo que sucedió con Donald Trump, el “paranoico” y “megalómano” Barry Goldwater fue derrotado arrolladoramente por Lyndon B. Johnson. En ese entonces, un puñado de psicólogos le endilgó a Goldwater los dos calificativos del diagnóstico sin haberlo tratado profesionalmente. Éste demandó a los escrutadores de su psiquis, y la Asociación Psicológica Americana expidió una norma que prohíbe diagnosticar, sin diván ni pepas tranquilizantes, la personalidad de alguien por atolondrado que se lo vea.

La sensatez del electorado norteamericano (más evidente en 1964 que en 2016) salvó a los Estados Unidos con la paliza inmarcesible que le propinó al cavernario Goldwater. Pero esta vez los psicólogos que diagnosticaron a Trump, a pesar de la norma prohibitiva, actuaron con vigor y decisión, aunque tardíamente, cuando ya la personalidad de los trastornos estaba metida en la Casa Blanca brincando como cabra entre cristales.

La alarma que sonaron los 35 psicólogos gringos hace poco tiene coincidencias tan peligrosas con el comportamiento del presidente que, por encima de la formalidad cruzada con la ética de los expertos, ya hay senadores demócratas que manosean la enmienda constitucional en que se basaría una eventual declaratoria de inhabilidad contra Trump. No será igual la suerte de los Estados Unidos que la de su cadena hotelera.

Con Trump no se requiere ser Freud, Jung o Nigel Barber para captar su narcisismo, su ruleta emocional, su agresividad y su desfachatez para exculpar sus errores, negar lo evidente e inventar cataclismos como el que posó en Suecia con todos los exabruptos de un mitómano irredento. Esa convergencia de defectos no se notó jamás en los actos, declaraciones, informes y discursos de ningún presidente de los Estados Unidos.  

Con perdón del profesor Richard A. Friedman, quien pidió en el New York Times cautela con los diagnósticos psicológicos relacionados con la incapacidad de un sujeto, y puso los ejemplos del depresivo Abraham Lincoln, del bipolar Theodore Roosevelt y del alcohólico Hiram Ulysses Grant, en el caso Trump no existe grandeza que opaque los males de la mente. Al contrario, su pequeñez los abulta. No es muy notoria la admiración del profesor Friedman por aquellas tres figuras del Partido Republicano.

Sobrado de razón, El País, de Madrid, dijo en un editorial que Trump ha hecho del vértigo el eje de su agenda de trabajo. Su egocentrismo lo indujo a decir que ninguna presidencia anterior a la suya ha hecho tanto en tan poco tiempo. Como Maduro, Trump cree que el resto del mundo y la prensa son los responsables de lo feo que ocurra en Venezuela y los Estados Unidos. El mono de tupé y el elefante de bigote son dos maniquíes crucificados por los enemigos de sus pueblos.

*Columnista

carvibus@yahoo.es

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