En medio del estrépito suscitado por varios ex magistrados de la Corte Suprema, las reacciones en la opinión revivieron el Tribunal de Aforados tumbado por la Corte Constitucional unos días antes del trámite de la Reforma Política. Era explicable: el país quería ver antiguallas contra los estragos de la crisis en la Rama Judicial, porque se venía otro episodio de impunidad en la Comisión de Acusación. Sin embargo, el tribunal, aun resucitado por el Congreso, no se sentará a la diestra de Dios Padre. Correrá la misma suerte.
Los magistrados de la Corte Constitucional deben estar trastornados de la risa. Todos, lo conservadores y los progresistas. Lo único que los une es un interés común que signifique protección para ellos y sus colegas de las demás corporaciones, o el mantenimiento, por los siglos de los siglos, de sus privilegios de poderosos. Eso continuará inmutable mientras otra Constituyente no prohiba el control constitucional de un nuevo orden normativo, como lo hizo la de 1991. No lo echen en saco roto.
Es cómodo y tranquilizante carecer de un juez con garras. Si se repiten los sucesos de la Corte Suprema en cualesquiera de las tres corporaciones restantes, cosa que ya no sorprendería a nadie, los señalados con el dedo de la ignominia no perderían el sueño, pues confían en uno de dos desenlaces posibles: o absolución o archivo. Es lo normal en una célula parlamentaria donde no existe la vocación para juzgar, sino la disposición –son políticos actuantes– para complacer y cobrar luego el favor prestado con diligencia y cuidado.
Lo anterior, obvio, si la reforma pasa y vuelven a tumbarla. Pero el entusiasmo por el tribunal de quíntuples puede morir también, como otras disposiciones debatidas hasta ahora, en el vientre no siempre fecundo de nuestras Cámaras, con mayores probabilidades en una etapa de expirantes períodos presidencial y parlamentario, y en plena efervescencia de una campaña con zumbido de intrigas y de fatiga frente a los proyectos del Gobierno.
Tenemos una Constitución despedazada y, por lo mismo, un Estado sin contenido unitario en fines. La crisis no se posó en uno solo de sus órganos, sino en los tres. Somos, en la letra, un Estado Social de Derecho, pero con el espíritu de nuestra legislación somos un desorden de conducta que incluye los extravíos menos pensados en una sociedad que no se identifica con el Estado que la contiene.
Lo desconsolador es que el panorama nos anula toda esperanza. El Poder es un despojo de conquista en el que caben Odebrecht, el tráfico de sentencias, el comercio de votos, la venta de conciencias y demás desafueros. No tenemos futuro. No nos extrañemos, entonces, de que el fuero de los magistrados siga siendo otro desafuero constitucionalmente instalado.
*Columnista
carvibus@yahoo.es
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