Ciento noventa años, casi dos siglos de fundada, fueron los que conmemoró hace dos días la Universidad de Cartagena, creada en 1827, como se sabe, por el general Santander a pedido del Libertador Bolívar, el 6 de octubre, con el nombre de Magdalena e Istmo y con el propósito de que sirviera a la región comprendida entre Riohacha y Panamá, conocida entonces como La Nueva Andalucía, un territorio largo y húmedo que Alonso de Ojeda pretendió que le asignaran como gobernador de la Corona.
Una universidad en Cartagena, la ciudad que mejor reflejaba el paisaje urbano de España, llamada nada menos que La llave de las Indias, era, sin duda, una necesidad de la República, porque disciplinas como la medicina y el derecho -sus dos primeras escuelas- las urgía un litoral como el de nuestro Caribe, donde lo que más falta hacía era educación para pobladores en demanda de salud y justicia. Fue un plantel que llenó, además, el vacío que dejó el Colegio Seminario San Carlos Borromeo.
Por cierto que uno de los retos que enfrentaron los primeros matriculados en derecho fue el de conocer bien el conjunto de las leyes de Indias, como antecedente con instituciones aún vivas, pues tenía contrastes, sobre todo en materia de tierras y bienes, con la legislación neogranadina que se nos vino en catapulta desde las Constituciones de 1811 y 1812, y los criterios político y jurídico entre el antiguo Virreinato y la incipiente democracia diferían notoriamente.
Explicable que el primer rector hubiera sido un canónigo experimentado, medio rebelde y travieso (al estilo de Santander y Bolívar), con el talento y los conocimientos de los hombres que “están”, no de los que “pasan”, muy apropiado para una Iglesia que prolongó de atrás sus vínculos con el Estado hasta el día en que el general Mosquera desamortizó los bienes de manos muertas, y los radicales, por su parte, arreciaron el debate sobre la separación de las dos potestades.
Haber sido la capital del Bolívar Grande habilitaba a Cartagena para enaltecer su universidad en épocas en que a la economía del campo se le arrimaba el refuerzo de la producción industrial y la tradición académica de su ámbito agustiniano se empinaba sobre el éxito de las renovaciones generacionales.
Bien entrado el siglo XX, a partir de los años treinta, cuando salíamos de la nación pastoril para la moderna, llovía sobre la Universidad la gratitud de todas las clases, en especial de la media, de medio país, y le sigue lloviendo por su crecimiento, su energía y la acreditación de sus programas, sus semilleros de investigación, sus publicaciones y su apertura hacia ciertos sectores de la comunidad. Por desgracia, le falta la gratitud del Estado y en ocasiones la de su propio Departamento, que le regatean recursos que nunca son suficientes para sus nobles fines.
*Columnista.
carvibus@yahoo.es
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