Columna


Malecón

CARLOS VILLALBA BUSTILLO

17 de diciembre de 2017 12:00 AM

El veterano Vicente Quirarte, un columnista mexicano de donosa pluma, asociaba la camisa a la felicidad del hombre y a los celos de la mujer. A la felicidad del hombre porque la luz lo ilumina poniéndose camisa. A los celos de la mujer porque, al echar a lavar la ropa de su consorte, aparecen dibujados en la manga de la prenda los labios de otra dama. Además, dice Quirarte que cuando se nos conceden cielos limpios y vastos es porque Dios se ha puesto su mejor camisa.

Como camisa es un término femenino, su existencia es un homenaje a la mujer. Por allá por el siglo XIII, a un caballero pobre que se enamoró de una señorita apergaminada –para él un amor imposible– se le ocurrió echar mano de una camisa de ella para suplir la armadura y morir en el combate en lugar de suicidarse. Se le frustró la tentativa: triunfó en el torneo y de su triunfo surgió el poema “De los tres caballeros y la camisa”, rescatado por el historiador Johan Huizinga.

Los cruzados, aparte de lo que significaron históricamente, trajeron de Oriente la camisa. Otro dato poco conocido. Su nombre viene de la voz persa camis, no del origen godo que le asigna Covarrubias en su “Tesoro de la lengua castellana”. La explicación que suministra Vittoria Buzzaccarini para refutarlo, en el tratado que escribió sobre la vestidura, es sencilla: tiene forma de T, como la cruz, al desplegarse las mangas y el cubretorax, del cual forma parte el cuello, que es el que permite, según los diseñadores, conocer la edad del respectivo dueño.

Nadita menos que Brummel, el dandi afamado, cuando se le interrogó sobre la calidad de su perfume, contestó que no era ninguna de las esencias que fascinan a los ostentosos. El olor que despedía su presencia era la combinación del aroma de su jabón personal con el lino de la camisa que lucía. Sonrió y se alejó, alegre, como niño pobre con juguete caro. Con razón quien se sienta buen amigo se ufana pregonando que da hasta su camisa por el amigo que más quiere.

Una presidente sin investidura pero con poder, Eva Duarte de Perón, entregó su vida a los “descamisados”, connotación que en la Argentina dieron a los proletarios asistidos por ella con plata que sacaba a los ricos. Gracias a sus “descamisados” fue una servidora militante y no una arribista aventurera. Como Jean Genet, recordaba Juan José Sebrelli, Evita perteneció a esa clase de espíritus a quienes un accidente aferra a un recuerdo de infancia, como si la memoria condensara –palabras de Sartre–, en un solo momento, una contingencia con los recomienzos de una historia individual.

Sugiero a las esposas y novias que aman a sus esposos y novios que no se devanen los sesos pensando qué les regalarán en estas navidades. Regálenles una camisa fina y discreta, pues es la pieza del atuendo que está más cerca del corazón.

*Columnista

carvibus@yahoo.es 

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