Columna


Malecón

CARLOS VILLALBA BUSTILLO

28 de octubre de 2018 12:39 AM

Un británico conocido como el cuarto conde de Sandwich (su nombre de pila era John Montagu), en una de sus ansiedades de tahúr inventó, para no levantarse de la mesa de juego, el primer ejemplar de una prole variopinta de posteriores comidas rápidas, metiendo 150 gramos de carne asada entre dos torrejas de pan blando ordenadas por su vecino, pues estaban a punto de destapar las cartas y el hambre no tenía por qué dañarle un triunfo casi seguro, mientras pedía un acompañamiento de verduras frescas.

El conde de Sandwich no alcanzó a ver la revolución que significó su desesperada invención para el mundo, y este ignora que aquel noble dieciochesco fue el responsable de ese platillo ligero de la gastronomía popular que los ingleses exportaron a Norteamérica antes de la independencia. Lo que no se sabe es en qué momento la carne le cedió el puesto al jamón, ni si llegó solo o en compañía del queso, porque los pepinillos, los fríjoles, el tomate, la cebolla cruda y las salsas aparecieron después, en la era Truman, con las bombas atómicas.

Hay por cierto una confrontación entre mexicanos y cubanos por el complemento –tal como hoy se vende– del cabezazo del conde de Sandwich. No deberían pelearse por eso puesto que tanto la torta mexicana como el sándwich cubano son de rechupete. Debería preocuparlos más si fue mejor la revolución mexicana que la cubana o viceversa, sin que sea mi intención minimizar la historia del distractor estomacal que John Montagu le legó a una humanidad que aún gemía entre grillos y cadenas.

Un hecho relevante le imprimió jerarquía a la torta mexicana de embutidos con quesadilla: el secuestro que el poeta Avelino Pilongano hizo de un avión por cuyo rescate no solo pidió dinero, sino esa torta en particular.

Ya habían recaudado el dinero, pero la demora en hallar la torta que adicionó a la exigencia fue la perdición del bardo antojado, por cuanto sirvió para que las autoridades pusieran fin a su aventura. José Iturriaga relata el episodio en un lenguaje nacido de la sensualidad y el placer.

¡Cuánta ignominia! –exclamó el pobre Avelino–, castigar a un poeta que secuestró un avión con una pistola de madera brillada con grasa, siendo más peligrosos que yo Luis Vidales y Pablo Neruda, Yevgeny Yevtushenko y el cura Cardenal.

El recuerdo del cuarto conde de Sandwich lo nubló la codicia de las transnacionales, las del jamón y el queso, las de las hamburguesas fritas o al carbón, las de los tacos mexicanos y el chauarma y los rapes que enloquecen a nuestros nietos. Después de dos siglos y medio de enterrado, nadie cree que su título nobiliario terminara revolcado entre panes y galletas turcas, mostaza, kétchup, mayonesa, guacamole y aceitunas. 

¡Ah!, y el antojito de Avelino Pilongano no fue un ademán de la poesía, sino “una víspera de muerte”: se destortilló.

*Columnista

carvibus@yahoo.es

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