Movilizarse en Cartagena es una experiencia deprimente, frustrante y de una locura inmaculada. Lo preocupante de todo es que consideramos normal lo que sufrimos en las vías. De ese tamaño es la medida de nuestro subdesarrollo. Nuestro metaverso vial supera cualquier experiencia que pueda diseñar el señor Mark Zuckerberg, fundador de Facebook. Y no lo dice el suscrito, me lo comentaron dos americanos que me visitaron por razones de trabajo.
Mi historia inicia hace tres semanas, cuando fui a recoger a los extranjeros mencionados. Falta que uno comparta su vehículo con unos foráneos civilizados, para darnos cuenta del metaverso en que vivimos. Cuando iniciamos nuestro recorrido, ante tantos huecos y cráteres que pululan en la ciudad, me hicieron la primera pregunta obvia: “¿Por qué no tapan los huecos?” Y luego dispararon la siguiente: “¿Por qué los conductores se ‘pitan’ tanto entre ellos?”.
Y así fuimos transitando y avanzando hacia nuestro destino, y poco a poco iba dando explicaciones de cada avatar que íbamos encontrando en nuestro metaverso vial: el mototaxista que se te cruza, los carros que no respetan las filas, las vías inundadas, los “zapaticos” desquiciados, los trancones, el peatón imprudente... en fin.
Cuando llegamos a la “Playa de la Artillería”, en el Centro, algo que me resultó difícil de explicar a los visitantes era el poder policial y notarial que tienen los “cuida carros” en la ciudad, identificados con su respectiva “panola roja” guindada en el hombro. Entre ellos, apareció dando instrucciones el famoso señor de “barba blanca”, quien debe tener unos 150 años de estar ahí sin hacer un carajo - supuestamente cuidando carros - y quien ya hace parte de las murallas cartageneras. ¿Cómo explicarle aquello a un primermundista?
Pero la tapa de la corona surgió más adelante - casi llegando a nuestro destino – cuando nos topamos con un accidente terrible, el mismo que incluía unos 14 heridos desparramados en la vía y toneladas de sangre regadas en el pavimento. Ante semejante situación, uno de los gringos se me desmayó, impresionado; mientras que el otro, experto en seguridad industrial, se tiró del carro, andando, y se fue al rescate de los heridos. La policía presente, sorprendida, le gritaban: “¡Simulacro, simulacro...!”. Y claro, qué iba entender el gringo que el Datt - en la semana de la seguridad vial - había contratado a un señor que quería ganarse un “Oscar” al mejor simulacro de accidente vehicular de Hollywood.
Pasado el incidente, los visitantes me pidieron que los dejara en el aeropuerto y se marcharon sin despedirse.
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