Columna


Mujer: tierna como el acero

HENRY VERGARA SAGBINI

01 de abril de 2019 12:00 AM

¿De dónde brota esa fuerza descomunal que te permite estirar cada una de las monedas puestas en tus manos, garantizándole a tus crías, cueste lo que cueste, el techo y el pan sobre la mesa?

¿Dónde aprendiste los secretos de la Alquimia? ¿quién te graduó como ‘Fabricante de Milagros’? Revélame el secreto de tu espíritu que se agranda al infinito, brindando cobijo a todo el que llegue con las alas arrugadas.

¿Por qué no conoces de fatigas ni lejanías y permaneces en vela, sin que se marchite tu esperanza?

¿Por qué lo entregas todo quedándote con las manos vacías? Dime la verdad, ¿cuál ha sido tu ganancia?

¿Quién te enseñó a disipar tormentas y a desactivar cataclismos? ¿por qué estás tan segura de que la paz comienza en el alma solo cuando esparces semillas, a manos llenas, de abrazos, sonrisas y reconciliación? Siempre fuiste enemiga de jaulas y candados, aun ahora que se extinguieron tus fuerzas.

¡Qué terquedad! Las puertas y ventanas de tu nido permanecen abiertas, sin importar el calor del mediodía, ni el frío de la eterna madrugada.

¿Dónde aprendiste a caminar sin descanso ni temores, como lo hacen todas las mujeres de éste díscolo planeta, desafiando las más profundas tinieblas? Tu lumbre, los afectos; la brújula, tu infinita lealtad. ¿Acaso te apropiaste de los versos de Neruda?: “Y si no das más, ten solo en cuenta lo que hay en tus manos, piensa que dar amor nunca es en vano. Sigue adelante sin mirar atrás”.

¿Cuál fue la clave de tu victoria al final del camino? ¿tatuarnos, con tinta indeleble, cada uno de tus besos sin esperar nada a cambio? ¿cómo te mantienes triunfante en este mundo inundado por los moretones de la incendiaria testosterona? Jamás claudicaste en el empeño de impregnarnos con el bálsamo de la misericordia, convencida de que es ese el verdadero nombre de Dios.

¿Quién te graduó de experta pedagoga, enseñando con el ejemplo? No me cabe duda: tú y todas las mujeres escriben, segundo a segundo, el más puro evangelio: el del amor incondicional, ese que, a lo largo y ancho de la historia, demostró ser el único y tozudo andamio capaz de sostener en pie la frágil especie humana, renuente a comprender, de una vez por todas, que es el gallo quien siempre canta engreído en el corral, pero es la gallina quien pone los huevos mientras blinda, en acero inoxidable, sus invictos cojones.

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