Columna


Nicolás del Castillo

MARTÍN ALONSO PINZÓN

10 de agosto de 2013 12:28 AM

Cuando nos golpea el ineludible misterio de la muerte de un amigo, recordamos –que es volver a sentir en el corazón– su figura humana, su voz, la dignidad de sus gestos, su mirada de la vida, su señorío, y si es alguien cuya vocación era la investigación histórica, filológica, y, en general todo aquello relacionado con la cultura, resurge en nuestra mente la presencia de quien ya no está en nuestro mundo. Esto me aconteció con mi inolvidable amigo Nicolás Del Castillo, a quien me unió una red de afinidades que enriquecieron una amistad de varios decenios, cuya huella conservo documentada en una abundante correspondencia epistolar.

El género epistolar, que es parte de la literatura, ha desaparecido en la era del correo electrónico, el “Facebook” y el “Whatsapp”, y ya nadie escribe cartas, con excepción de las comunicaciones legales e institucionales.
Los archivos epistolares privados son hoy cosas del pasado, y fuente de consulta para investigadores. He releído en estos días múltiples cartas de Nicolás Del Castillo, en las cuales el noble amigo se refiere a diversas materias, como la etimología de un  vocablo y explica el origen de un indigenismo o de un africanismo.
Solía encargarme o recomendarme algún libro y en otras cartas discurre sabiamente sobre temas literarios e históricos, intercalando algún comentario sobre la contingencia política. Gracias a esa relación epistolar terminé interesándome en el origen y uso de ciertas palabras, y también  sobre otros temas, como el tráfico de esclavos y el comercio en la época virreinal, acerca de los cuales Nico, como le decíamos cariñosamente, escribió valiosas obras y ensayos.
Su libro sobre Núñez puso desde su temprana juventud a Nico en la primera fila de los nuñólogos cartageneros, al lado de Fernando De la Vega y Eduardo Lemaitre. No era un intelectual austero ni renuente a gozar los placeres de la vida, como la buena mesa, el vino de noble y antigua solera, la cocinería criolla. En Santiago y en Buenos Aires recorríamos bibliotecas, librerías de “viejo” o de libros usados, y después de visitar a algunos académicos, recalábamos en el mercado central de Santiago para degustar los dones extraídos del Océano Pacífico.
Fue un cartagenero auténtico de ancestros históricos, descendía de un ilustre hacendista de la Gran Colombia, José María Castillo y Rada. Y tan cartagenero como era, al igual que Tito Zubiría y Eduardo Lemaitre, disertaba sobre los clásicos del siglo de oro español y luego hacía el elogio de un sancocho de sábalo, de una sopa de mondongo, o del enyucado preparado por Lácydes Moreno. Se asomó a la política, sirvió al país y a su región, legó a la cultura colombiana una obra escrita meritoria y abundante. A su digna esposa Paulina, a sus hijos, nietos y hermanos dedico cariñosamente esta sentida y memoriosa nota.

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