Con el estallido del carro bomba en la Escuela de Policía General Santander se despertaron los recuerdos más amargos, se colmó de dolor y luto el presente y se espantaron las esperanzas de futuro en un país al que una minoría de irracionales, escudados en ideologías de derecha e izquierda, le niegan sistemáticamente su derecho a vivir en paz.
Volvió el terror, la sangre, la tragedia, la muerte y también las condenas colectivas, las frases desgastadas, los oportunismos, los señalamientos, la polarización, las amenazas y el miedo. Quienes superamos las edades de las nuevas víctimas ya conocemos ese libreto y las hipócritas puestas en escena que hacen ciertos personajes a través de los medios de comunicación y de las redes sociales.
La indignación nacional por el cobarde atentado se desvirtúa por quienes la canalizan como respaldos a sus causas institucionales, ideológicas, partidistas o personales, en tanto que los familiares de las víctimas afrontan en soledad el dolor y la angustia, que carecen de colores y de banderas.
Los 20 muertos de la Escuela General Santander eran jóvenes estudiantes, en su mayoría oriundos de familias humildes de diferentes regiones del país, algunos destacados deportistas de alto rendimiento y grandes promesas para sus respectivas familias. Su elección formativa no los hacía diferentes a miles de muchachos que asisten a las universidades públicas del país y que marchan por las calles en defensa de sus derechos vulnerados.
La muerte los sorprendió en un recinto académico, sus sueños de futuro fueron interrumpidos para convertirlos en héroes de obituarios, en los mártires que nunca quisieron ser, en una nueva cifra de la absurda contabilidad de guerra, que otros propician e incentivan de manera deliberada o agazapada.
Duele, duele mucho la muerte infame de esos chicos, como duele el sacrificio de líderes sociales acallados de manera sistemática y selectiva, y duele también la violenta represión en contra de jóvenes estudiantes que defienden el derecho a una mejor educación.
La paz, que hoy vuelve a estar gravemente amenazada, debe defenderse sin trincheras ideológicas, la mayor conquista por alcanzar es el derecho a la vida. Ya hemos contado demasiados muertos de todos los bandos, no podemos seguir en la estúpida y demencial costumbre de matarnos, de seguir sacrificando a nuestros jóvenes para validar un discurso.
Hay quienes proclaman triunfos militares con los atentados, reivindican la desaparición de líderes sociales como aniquilación de enemigos, estimulan el retorno del terror como demostración de poder y se regodean en la sangres de las víctimas, pero la inmensa mayoría de ciudadanos mantiene vigentes los anhelos de paz y confía en que la sensatez no sea por siempre esquiva, para darle una nueva oportunidad a la vida en Colombia.
*Asesor en comunicaciones
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