Hoy, después de asistir al grado de mi segundo hijo, César Augusto, como Médico Cirujano de la Universidad del Sinú, recordé con nostalgia cuando lo llevé, aún de pantalones cortos, a su primer día de clases en el Colegio Montessori.
El tiempo pasó volando sobre las alas de las angustias por subsistir dignamente. Su talla sobrepasó mi hombro y expectativas, mientras en plena erupción hormonal intentaba eliminar, a toda costa, su primera cosecha de espinillas y ocultar los vellos que germinaban, sin parar, en sus axilas y en los cuatro puntos cardinales de su piel de ingrávido adolescente.
En esos momentos sentí vergüenza, pues en nuestro país, preñado de eternas guerras fratricidas, millones de jovencitos como él, en lugar sentarse en sus pupitres a aprender un segundo idioma, soñar despierto y odiar las matemáticas, empuñaban un fusil, escondidos de la luz entre trincheras y basureros.
También me acordé, como lo hago ahora, de aquellos niños que aprenden a no llorar, atrapados en los brutales tugurios, monumentos a la inequidad de este país de leyes castradas, cínicamente encomendado al Sagrado Corazón de Jesús, el mismo que predicó, hasta cuando lo crucificaron, la igualdad, la mansedumbre y el perdón.
Hoy como ayer, escuchando los relatos desgarradores de las víctimas de una violencia insaciable que calcina el alma y, sobre todo, contemplando el descaro impune de un puñado de bellacos que se apropian de los recursos destinados a fabricar pupitres, trompos, barriletes, sonrisas de esperanza, recordé de memoria los versos luminosos de Facundo Cabral, esos que repetía al oído del pichón de cirujano, camino al Colegio Montessori y que él también repite y repetirá al oído de sus hijos Cesar Manuel y Sebastián.
Y es que, desde hace setenta años, este prestigioso plantel educativo, germinado de las manos y el corazón de Ana Elvira Román, pone su impronta imborrable a generaciones de cartageneros, incitándolos a convertirse en emprendedores honestos, amigos de la ciencia, respetuosos de la vida y la dignidad, usando como excusa perfecta la imagen mansa y hazañosa de la Iguana, emperatriz de libertades y clorofila.
Sí, ahora cuando los colombianos, así como los minúsculos dinosaurios de Ana Elvira, estamos en grave peligro de extinción, vienen bien los versos profundos de Cabral:
“Porque cada niño que nace, es una buena noticia... porque cada amanecer es una buena noticia... porque cada hombre justo que aparece es una buena noticia... porque cada cantor es una buena noticia.... porque es un soldado menos”.
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