Columna


Putin y la carta que nunca envié

HENRY VERGARA SAGBINI

20 de marzo de 2023 12:00 AM

No podía resultar de otra manera: cuando sus padres decidieron colocarle, premonitoriamente, ‘Vladimir’, nombre propio que en ruso significa ‘PODER y SUBYUGAR’, sabían que con el paso del tiempo aquel muchachito conquistaría al mundo o lo destruiría y, cada vez que se mirara al espejo, exclamaría, presumido y orgulloso: “Putin, ¡eres el Putas!”.

Abogado y político de 70 años, nació en San Petersburgo, segunda ciudad más importante de la Federación Rusa, en el hogar de Vladimir Spiridonovich y María Ivanovna, experto en artes marciales y, sobre todo, en ‘Tiro al Ucraniano’, líder de facto del partido político ‘Rusia-Unida’, presidente desde 2012 como también del 2000 al 2008 y de 2008 al 2012, vitalicio cual tirano que se respete, ‘imprescindible’ hasta la eternidad como Fidel, Maduro, Chávez, Ortega y los faraones egipcios.

Sin embargo, cuando expertos en sicología humana se aproximaron a la mente de Vladimir, la encontraron hecha piltrafa: carencias afectivas y del espacio físico donde nació y creció generando personalidad narcisista, arrogante, disimulando el vacío de sus sentimientos, empeñado, sospechosamente, en demostrar y demostrarse muy viril, despreciando a los débiles e, igual que Hitler en su paranoia nacionalista - narcisista, ama a los perros, teme a su sombra.

Tiranosaurio moderno, obstinado con la ‘reconquista de Ucrania’, considera un deber impostergable resarcir a su patria de la traición de Mijaíl Gorbachov desintegrando a la Unión Soviética.

A Putin no le importa que los muertos y desplazados se cuenten por millones ante los ojos de un mundo aculillado y organismos internacionales, convidados de piedra y protocolos.

En un arranque de dolor y locura, redacté memorial de agravios dirigido a Putin, exigiéndole poner fin a esa guerra sin alma ni cuartel, no solo contra el ejército ucraniano, masacra civiles, abuelos y niños en hospitales y guarderías. ¡Bellaco! ¡Genocida!

Escogí, una a una, palabras, argumentos y, después de varias noches con sus respectivas madrugadas, sometí la carta al escrutinio de mi esposa, María Claret, dueña de vigoroso sentido común, abogada experta en no dejarme meter en problemas guiado solo por mis sentimientos. Este fue su veredicto: “Si no te para bola William Dau que está a la vuelta de la esquina, no creo que Vladimir, al final del mundo, lea lo que escribes. ¡Menos mal! Sería capaz de mandarnos misiles de esos que llaman ‘inteligentes’, destruyendo murallas y castillos de Cartagena, nuestro mayor atractivo turístico y, entonces sí que nos jodimos para siempre, convertidos en corregimiento de Barranquilla.

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