Columna


¿Qué hacer?

ÓSCAR COLLAZOS

10 de diciembre de 2011 12:00 AM

ÓSCAR COLLAZOS

10 de diciembre de 2011 12:00 AM

Camilo Jiménez es un escritor y crítico literario que hasta hace poco dictaba clases en la Universidad Javeriana. Hace unos días publicó en su blog (http://elojoenlapaja.blogspot.com/) un artículo que está circulando en numerosos sitios de la web: “¿Por qué dejo mi cátedra en la Universidad?”
Después de numerosos ejemplos y reflexiones sobre la incapacidad de sus estudiantes para resumir coherentemente un texto, y de los esfuerzos que ha hecho para “enseñar” a leer y a escribir sobre lo que lee, Jiménez decidió colgar la toalla y renunciar a su trabajo.
No le echa la culpa a Internet, la televisión o los celulares. Con bastante ironía, dice que no ha podido comprender cómo se puede poner atención y concentrarse en el aprendizaje si se tienen abiertos al mismo tiempo diferentes canales de comunicación e información.
En uno de los párrafos de este manifiesto de la derrota, Jiménez dice que “lo que han perdido los nativos digitales es la capacidad de concentración, de introspección, de silencio. La capacidad de estar solos. Solo en soledad, en silencio, nacen las preguntas, las ideas. Los nativos digitales no conocen la soledad ni la introspección. Tienen 302 seguidores en Twitter. Tienen 643 amigos en Facebook.”
Hay que leer ese texto y colgarlo en la web, enviarlo a los docentes de lengua y literatura y habilidades del pensamiento, a los profesores de todas las materias que buscan una cosa, antes tan sencilla y ahora tan difícil: saberse expresar oralmente y por escrito.
No hay docente que no suscriba la misma queja. Y, lo que es peor, cada día son más los docentes que padecen el mismo mal de sus estudiantes. Jiménez optó por aceptar su derrota y rendirse. Otros insistimos en seguir creyendo que es posible modificar los hábitos que empobrecen el conocimiento. 
Pero el problema viene de atrás. Hace quince años, los estudiantes no contaban con estas tecnologías. Y ya entonces empezaba a manifestarse la incapacidad de ordenar, resumir y expresar por escrito lo leído. Y el asunto se ha agravado hasta convertirse en una epidemia letal: nada mata más a un ser humano que su incapacidad para comunicarse coherentemente.
Muchas veces he querido tirar la toalla y aceptar mi derrota. Pero como en la canción de Fito Páez, creo que “no todo está perdido, amor.” Y para que todo se pierda en las profundidades del fracaso, nada como ignorar la existencia de un problema que no es casual sino estructural. ¿Cuándo se empezó a joder la capacidad de expresión escrita? 
Quizá yo sea un mal docente: me inclino más hacia la tolerancia que hacia la prohibición. Me cuesta decirles a mis alumnos que apaguen el portátil y el celular. Un día lo hice, ofuscado por los ruidos del blackberry y me encontré con una respuesta increíble: “tranquilo, profe, que lo estoy escuchando.” En la clase siguiente no recordaba lo que yo había expuesto.
Pero éstas no son las causas del problema sino los accidentes que lo agravan. Algo ha estado fallando en los sistemas de enseñanza para que el proceso de adaptación a nuevas tecnologías haya significado la pérdida de una antigua habilidad, reemplazada por otras de consecuencias nefastas.

*Escritor

salypicante@gmail.com

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