Columna


Reflexiones existenciales

HAROLDO CALVO STEVENSON

18 de septiembre de 2020 12:00 AM

Vivimos una experiencia única y surreal, no porque las pandemias son algo nuevo. Gracias a los avances de la ciencia, las pestes generalizadas o su amenaza no han sido parte de nuestra cotidianidad, como sí lo fueron hasta bien entrado el siglo XX.

La diferencia hoy es que por vez primera vivimos una epidemia mundial en tiempo real. Gracias a las comunicaciones instantáneas sabemos enseguida cuántos contagiados, curados y muertos lleva el Covid-19. El temor al contagio se deriva menos de los rumores a veces irresponsables que circulan en situaciones como esta en las redes, que de una avalancha de hechos concretos.

Nuestra vulnerabilidad al contagio es también enorme. Aunque con prontitud fue identificada la etiología del mal, apenas estamos conociendo la magnitud de la amenaza: que hay gente asintomática que puede infectarnos, que el contagio puede o no inmunizarnos, que puede dejar muy graves secuelas en el organismo.

A falta de una vacuna eficaz y descartando una estrategia explícita de inmunización de rebaño que tendría un enorme costo en vidas, hay solo dos maneras de tratar el problema: encerrarnos todos o hacer pruebas continuas para apartar a los contaminados. La opción obvia para un país pobre e indisciplinado como Colombia es la primera, donde la hemos seguido sin un éxito rotundo y donde ahora, con índices de contagio y muertes ligeramente a la baja, estamos experimentando con una apertura que ojalá no reverse la tendencia.

Una crisis de esta magnitud encierra una lección universal, como lo plasmó magistralmente Albert Camus en su novela ‘La peste’ (1947), la crónica de una plaga que azota al puerto argelino de Orán. El absurdo de la vida, nos dice Camus, es que todos estamos expuestos a ser exterminados al azar en cualquier momento por un accidente, por un virus o por nuestros semejantes.

En la Edad Media las frecuentes plagas eran vistas como castigos de Dios por la depravación del hombre; pero en verdad el sufrimiento generado por la peste es aleatorio, no tiene sentido, pues le cae y puede quitarle la vida a cualquiera. Todos estamos en riesgo de esa muerte prematura y pronta, un evento que puede convertir súbitamente nuestra existencia en algo insignificante. En eso nuestras pandemias modernas son idénticas a las del Medioevo.

“El temor a la muerte”, escribió hace poco en el New York Times el Premio Nobel turco Ohran Pamuk, “nos hace sentirnos solos, pero el reconocimiento de que todos estamos pasando una angustia parecida mitiga la soledad”. Pero como reza el viejo adagio de plagas y pandemias, siempre ha sido cierto en estas crisis que quienes tienen miedo viven más.

Las opiniones aquí expresadas no comprometen a la UTB o a sus directivas.

*Profesor Asociado, UTB

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