Uno puede conocer a la gente con sólo saber lo que piensa de las jaulas. Es un método más eficaz que los test de personalidad, las formas notariales o los cuestionarios políticos en los que siempre hay dos o tres bandos abstractos. Las jaulas, por el contrario, suscitan una reflexión personal sobre los misterios de nuestras vidas. Quienes las observan, suspendidas en los balcones y ventanas como helechos de alambre dulce, encaran sus más profundas convicciones del mismo modo en que lo hace un paciente con una mancha de Rorschach.
Los buenos escritores están conscientes de esto y por eso las jaulas en sus historias, lejos de ser elementos decorativos, revelan el carácter de sus personajes. Esto es evidente en “Desayuno en Tiffany’s”, la novela de Truman Capote, cuando la encantadora Holly Golightly le obsequia a un amigo una jaula de 350 dólares con la condición de que jamás ponga a un ser vivo adentro. Así, Capote nos muestra a una mujer independiente que aborrece cualquier tipo de encierro, y con ese detalle el lector puede imaginársela huyendo de noviazgos y ciudades, sin detenerse nunca porque en eso consiste la libertad. La jaula podrá tener encanto y fantasía, dice Holly en otro momento del libro, pero “de todos modos, es una jaula”. El personaje me recuerda, en su conjunto, a uno de Wislawa Szymborska que se lleva a su casa una jaula de palomas que encuentra en unos arbustos. “Y para eso la tiene”, dicen los últimos versos del poema, “para que siga vacía”.
Hay un cuento de Gabriel García Márquez que también emplea una sicología de jaulas memorable: “La prodigiosa tarde de Baltazar”. Baltazar, un carpintero, construye la jaula para pájaros más bella del mundo por encargo de un niño. Cuando la termina, el doctor del pueblo quiere comprársela, pero Baltazar no se la vende, pues le ha hecho una promesa al pequeño Pepe Montiel. Al final, José Montiel, el padre, rechaza la jaula porque no sabía del encargo. “Sólo a ti se te ocurre contratar con un menor”, le dice. Baltazar decide entonces regalarles la jaula y luego se emborracha con los habitantes del pueblo, mientras José Montiel agoniza de rabia por la humillación. La jaula se convierte así en el honor indemne de Baltazar: la palabra hecha alambre que el dinero no podrá pervertir.
Durante la pandemia he visto tantas veces los hierros de mi ventana que la casa se ha convertido en una especie de jaula. Cartagena está afuera, pero yo no puedo recorrerla. La miseria, decía Álvaro Mutis, era reconocible en las jaulas de circo varadas en el camino. La mía, donde escribo estas cosas, pende de quién sabe qué percha de la historia y ornamenta el balcón de quién sabe qué Dios terrorífico. Sólo la mala lectura de un poema tristísimo de Alejandra Pizarnik me consuela: ese donde las jaulas, cansadas de serlo, se convierten en pájaros.
*Escritor.
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