Columna


Sortilegios del agua florida

“La realidad y la ficción son metales preciosos que con el paso del tiempo se funden, irremediable e impredeciblemente, en el crisol de la memoria”...

HENRY VERGARA SAGBINI

25 de noviembre de 2018 10:06 PM

La realidad y la ficción son metales preciosos que con el paso del tiempo se funden, irremediable e impredeciblemente, en el crisol de la memoria.

Quizás fue eso lo que me ocurrió cuando, después de muchos años, retorné a mi terruño y, frente a la casona, ahora en ruina, de mis ancestros allá en Calamar, deshice caminos y desempolvé recuerdos.

Pude entonces contemplar nuevamente a mi abuelo José Sagbini y a todos los turcos circunvecinos que, al concluir el ritual de su afeitada dominical, se aplicaban al unísono Agua Florida M&L, refrescando sus agrestes barbas. Aquella fragancia importada de EE. UU. poseía un aroma mágico e inconfundible, capaz de escabullirse por todos los rincones de la comarca: “Se está afeitando Joselito y el resto de la terquería”, afirmaban en el mercado público, mientras desembarazaban las canoas preñadas de mango y vituallas. “Hora de peluquear a la familia del ‘Mono’ Escobar”, se apuraba Joaquín Lucio Fonseca y Castro, graduado con honores en la Academia del Barbero de Sevilla.

Resultaba inverosímil pero, en ese instante, las taruyas, eternas trashumantes del el río Magdalena, así como todos los pájaros del monte, se impregnaban de la fragancia, patentada en 1808, por Murray&Lanman en la ciudad de Nueva York. Incluso, testifican historiadores de mecedora, como Henry Castellar y Victorio Martelo que, en ese entonces, a mis paisanos no les exigían cédula ni visa: su mansedumbre y decoro, unidos al aroma del Agua Florida emanada del alma y de sus pañuelos, derribaba barreras: “Déjenlos pasar: son calamarenses”.

Mi pueblo era tranquilo, nadie se acostaba sin el pan nuestro de cada día. Dormían y soñaban con las puertas abiertas, lo ajeno tenía dueño y la vida era sagrada. Pero llegó, de improviso, el ruido de la moto-sierra, del dinero fácil manchado de sangre y Calamar pasó de ser una pujante ciudad a un pueblo desolado, donde habitaban los fantasmas del miedo y la avaricia.

Por fortuna encontraron camuflado en el baúl de los más íntimos recuerdos de la familia Elgagüi, un frasco genuino de Agua Florida M&L y, aprovechando el sortilegio de la Navidad, cientos de niños lo dispersarán, gota a gota, desde el campanario de la iglesia, a la misma hora que se afeitaban los abuelos sirios-libaneses, esperando que aquella loción con poderes sobrenaturales, patentada por los gringos pero herencia milenaria de los chamanes, exorcice, de una vez por todas, el espíritu de la violencia y siembre de nuevo semillas de mansedumbre y luciérnagas de paz.

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