Acabo de recibir, complacido, la reciente novela del cartagenero Guillermo Valencia Hernández, ya conocido por una primera saga urbana titulada “La familia de Felipe”.
Ahora nos entrega “Obituarios negros”, un relato tan portentoso como el primero e igualmente riguroso en cuanto a calidad narrativa y derroche de imaginación.
De entrada, lo que deslumbra de esta nueva novela es el diseño preciosista e ingenioso con que fue armada: viene acompañada de dibujos, algunos en acuarelas y otros en estilógrafo, pero todos constituyen un magnífico intento por ilustrar las situaciones y personajes que pueblan el libro a lo largo de sus 110 páginas.
Lamba se llama el territorio donde ocurre el cúmulo de historias que Valencia Hernández tuvo el acierto de recoger con la precisión de su memoria y la altivez de su pluma, dos elementos indudablemente necesarios para que lo que se cuente logre convencer sin cortapisas.
Al igual que en “La familia de Felipe”, Valencia se sirve de una multiplicidad de voces, esta vez para relatar los mitos de los pueblos del norte del departamento de Bolívar. En este canto letrado reviven historias de brujas, de mohanes, de animales mitológicos y de hechos inexplicables para las mentes cuadriculadas.
No debe olvidarse que Valencia, además de excelso escritor, es músico (percusionista para más señas), lo que permite intuir que los cantos, los bailes y los sonidos de San Basilio, Palenquito, Mahates, Evitar, Los montes de María la baja y María la alta hacen presencia desde la primera línea.
Me di por bien servido y gratamente sorprendido al encontrar en esta historia la participación del clarinetista evitalero Vicente Pacheco Ospino, mi tío materno, quien, además de excelente instrumentista era poeta, un bardo de los naturales, de esos que podrían leer los mejores libros y aprender de ellos, pero sin perder su esencia silvestre y montuna.
Así mismo es el talento y el talante que Valencia despliega para hablar de los ingenios azucareros del Canal del Dique, donde no solo hubo un emporio industrial sino también el sincretismo de la música afroantillana con la local, lo que dio fortaleza a los grupos de bullerengue y a los sextetos percutivos que el mundo está conociendo.
Tanto “Obituarios negros” como “La familia de Felipe” solidifican la imagen de Valencia como una suerte de biógrafo de las gentes y territorios del Bolívar norteño. Es un historiador cuya principal robustez ha sido la de observar los acontecimientos de cerca, dada su condición de viajero incansable.
Tenemos en este cúmulo de historias la sapiencia conversadora de los abuelos y la esencia del son de negro, pero sobre todo la certidumbre de que la eficacia de trabajos como este consiste en el rescate y preservación de la memoria, verdadero sustento de la identidad.
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