Cuatro golpes seguidos ha recibido el presidente Petro que, conforme lo muestran sus últimos trinos, lo mantienen irritado.
El castigo en las urnas a los mandatarios salientes fieles al presidente en las elecciones del 29 de octubre; el secuestro del padre del colombiano más apreciado en estos tiempos por parte de un grupo que dejaría las armas a los tres meses de posesionado aquel en el solio presidencial; la carta de su amiga, la periodista María Jimena Duzán y, más reciente, la revelación este miércoles, de la caída del PIB al -0,3% en el tercer trimestre, lo que no ocurría desde el siglo pasado, salvo la pandemia, son porrazos que desequilibrarían al más impertérrito de los servidores púbicos.
Esa seguidilla de situaciones explican en parte un nuevo golpetazo, ocurrido en la previa del partido contra Brasil: el abucheo en el estadio Metropolitano de Barranquilla, bajo la consigna “Fuera Petro”, que la narrativa de la izquierda cercana al primer mandatario, para desfigurar el hecho, señala como si hubiera sido un ataque a su hija, menor de edad.
Uno de los errores más infantiles y, por ello, más inaceptables en la ciencia política, es no querer leer los acontecimientos sociales con objetividad.
Se entiende la estrategia de convertir un abucheo mayoritario en un estadio contra el momento actual que vive el país frente a su líder formal, en un incidente de un grupo de “cobardes”, financiados por la oposición, contra una niña que merece protección y cuidado. Es una excusa que tranquiliza a los despistados, a los que carecen del olfato político y a quienes no juzgan con objetividad las realidades que rodean a quien es reconocido como el jefe de la tribu.
Pero quienes tienen algo de experiencia en el mundo de la política saben muy bien que en la historia (empezando por el circo romano, en el que los emperadores temblaban antes de salir a sus palcos por la inesperada reacción que tendría el público, lo que le dio origen a la distribución de pan y alimentos baratos para paliar las frustraciones de la “plebe”, como así llamaban a las masas asistentes), los espectáculos públicos han sido escenario, y lo seguirán siendo en las democracias, de medición de la temperatura de la valoración que en un momento determinado tienen los gobernados de sus mandatarios.
De hecho, en Colombia, no ha habido presidente que se salve de una silbatina; son memorables las tardes de toros, a la que concurrían con cierto temor los presidentes pues nunca se sabía cómo reaccionaría la plaza ante su esperada presencia. Y en muchas ocasiones, esas mismas plazas y estadios, después de una tarde o noche de abucheos, vitoreó a quienes antes había fustigado.
La condición de esos cambios en la apreciación de las masas es una sola: la muestra de rectificación, lo que solo es posible cuando el gobernante sabe leer a su pueblo y endereza el rumbo de la gestión que se le critica.
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