El triunfo del no en el referendo el domingo en Grecia para medir la aceptación por la ciudadanía de un plan de rescate financiero propuesto por sus acreedores del norte de Europa para refinanciar su deuda desbordada, que incluye drásticas medidas de austeridad, podría significar la salida de los griegos de la Eurozona y el resquebrajamiento de la que nació hace 15 años como la experiencia más exitosa de integración monetaria que significaba la unión cada vez más fuerte entre las naciones europeas.
La situación de Grecia, a pesar de ser un país pequeño con poca influencia en la Unión Europea, hace temer por el futuro de la integración y por el desequilibrio económico europeo, que provocaría una catástrofe incalculable, no solo en ese país, sino en el continente, cuyos efectos se sentirían, en mayor o menor grado, en todo el mundo, incluyendo América Latina.
Es impredecible lo que suceda con esta pugna entre Grecia y sus acreedores, pero ya la gente empieza a sentir sus consecuencias, con el famoso “corralito”, es decir, la restricción para retirar sus ahorros, como les sucedió a los argentinos hace algunos años al empeñarse su gobierno en ir en contravía del capitalismo financiero, en nombre de un socialismo que pretendía haber cambiado, pero que repetía los mismos errores que llevaron a la debacle a los países de la cortina de hierro, incluyendo a la paradigmática Unión Soviética. Se dice cada vez con más insistencia que los bancos griegos están a punto de quedarse sin dinero, lo cual sería nefasto para la economía del país.
Muchos analistas económicos advierten un cataclismo económico para Grecia en caso de salirse del sistema de integración continental, empezando con una cesación de pagos de su deuda, que otros economistas consideran una redención. Pero ningún país puede sobrevivir contra la estructura financiera internacional y quienes intentan hacerlo no solo sufren las dolorosas consecuencias en su estabilidad económica, sino que perjudican también a sus vecinos, más si están tan estrechamente integrados como los países de la Eurozona.
El diferendo empezó con el triunfo en enero pasado del movimiento Syriza, del primer ministro Alexis Tsipras, cuyos postulados iban en contravía de los principios que han regido la integración europea. Tras ese triunfo, los mercados financieros reaccionaron negativamente, previendo lo que se avecinaba en ese país, y por ende, en toda la Unión Europea. Y el gobierno griego tenía un ministro de finanzas (ya renunció) que se enfrentó a los valores imperantes en la economía europea.
Su planteamiento fue simple: se consideraba víctima a lo largo de los últimos dos siglos de la expoliación de las potencias democráticas europeas, ya sea representada en el robo de su riqueza arqueológica, o en la acción de gobiernos e instituciones que siempre lo han considerado un país irresponsable y quieren disciplinarlo a la fuerza.
Pero poder pagar las cuentas no depende de principios ideológicos, sino de producir la plata para hacerlo y Grecia gastó más de lo que produce.
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