Al escuchar las denuncias que algunos candidatos hacen sobre otros, tanto para la Gobernación como para la Alcaldía, en las que se anuncia la continuidad del contubernio entre casas políticas, contratistas corruptos y campañas electorales, viene a la mente la polémica y poco comentada del síndrome que sirve de título a este editorial, que arraigado en Bogotá y Cartagena de Indias, se ha dicho que deviene de los modos ocultos en los que incurrió el virreinato designado por los reyes españoles sobre el gobierno en las Indias, centralizados en esas dos ciudades. Poco se veía a los virreyes y demás gobernantes españoles movilizarse a otras regiones del nuevo mundo; este campo se lo dejaban a los comandantes de sus ejércitos para mantener el control territorial en tan vasta extensión territorial.
Y no es de extrañar que escogieran a estas dos ciudades. Santa Fe de Bogotá por su clima, pero también por los recaudos de oro y esmeraldas hacia los reyes católicos, aun cuando en los primeros decenios aquella villa era muy pequeña, por lo que fue inicialmente gobernada desde Santa Marta. Ya desde ese entonces Cartagena era la capital política y económica del sur de las Indias, a la que solo le competía La Habana. Posteriormente, por estrategia territorial, la pequeña aldea obtuvo el título y condición de capital.
Estas dos ciudades, una, Cartagena de Indias, mayoritariamente con esclavos, marineros y militares; y la otra, con indígenas, militares y campesinos, vivían bajo un equivalente pero oculto propósito: esquilmarle a los reyes de la madre patria, de lo que debía remitírsele.
Así, en el comercio, en el campo y en todas las actividades, lo importante era vivir de la corona española, que a su vez usufructuaba impunemente del territorio, el trabajo y la vida de los nativos, indígenas y esclavos.
Aquella realidad histórica no es muy diferente, guardadas las proporciones, sociología y épocas, de la nefasta idiosincrasia que se vive en estas calendas, lo cual pudiera explicar en parte por qué estas dos históricas ciudades siguen reinando politiqueros apoyados por contratistas, cuasi-empresarios y una población que, conforme con los hechos políticos de los últimos años, no suele elegir adecuadamente y asumir las riendas de un mejor destino.
Frente a la precariedad institucional de la ciudad, parecería que el síndrome descrito continúa, como si vivir del Estado, como objeto de sustracción disimulada pero ilícita de sus recursos, estuviera justificado, fuera socialmente encomiable, y como si el erario no derivara de los aportes de los ciudadanos, como si fuera cosa extraña; como si la incapacidad para generar riqueza por la propia valía, la inventiva y el emprendimiento personal o profesional, se pudiera suplir con los presupuestos estatales, haciendo negocios por debajo la mesa, como en tiempos de la colonia.
Tal vez ya no haya relación entre aquel síndrome colonial y lo que se ha vivido en los últimos lustros en las dos ciudades. Pero sí tenemos derecho de esperar que cabría un nuevo levantamiento, por medio del voto consciente, para una nueva liberación.
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