Los colombianos amanecimos este lunes, perplejos con las revelaciones de Semana que salpican gravemente la credibilidad del poder Ejecutivo. No sólo se trata del maltrato a las mujeres, que han sido protagonistas directas de los desvelamientos que tienen al país en vilo.
Lo que se ha puesto de relieve en las grabaciones y las entrevistas que han circulado en aquella revista y otros medios virtuales, rebasa un asunto de mera crisis doméstica, como lo han pretendido minimizar personas, políticos y funcionarios cercanos al presidente y la Vicepresidencia. Por el contrario, toca las fibras sensibles de la moralidad pública, la credibilidad del sistema electoral y el funcionamiento de las instituciones estatales.
Por eso, a estas alturas de los acontecimientos que, por cierto, andan tan rápido que no es posible captar o comprender la magnitud de lo que pudo haber ocurrido, qué hay detrás de todo este horrible tinglado que estamos presenciando y qué efectos puede tener para la vida en concreto de cada gobernado, a estas alturas, decíamos, ofende a la inteligencia que funcionarios y defensores habituales del Pacto Histórico y del Ejecutivo, salgan con la excusa de que se trata de una treta de la derecha o de las clases dominantes o de los medios de comunicación.
Es, por sobre todas las cosas, un escándalo urdido en el corazón del mismo Gobierno. Allí no están las manos ni las voces de Álvaro Uribe y sus seguidores. Se refiere a una confrontación directa de quienes ostentaban hasta hace unas horas, altísimos cargos, y que gozaban de la estima y mayor confianza del presidente de la República.
Por respeto con el país, y ni siquiera con el país político, sino con las gentes que nada tienen que ver con intrigas palaciegas o con intereses en asuntos contractuales o vínculos con el Estado, esto es, para los ciudadanos del común, ese pueblo popular del que habla el presidente, y ese otro pueblo que, no calificándolo popular, también lo conforma pues, finalmente, son también gobernados que salen todos los días a hacer sus vidas bajo la esperanza de que, allá en las altas esferas, se están comportando con la altura, la dignidad y la decencia suficientes como para estar tranquilos porque sientan que hay quien gobierne y gobierne bien.
Por eso, no son admisibles miradas despectivas desde el alto Gobierno a este escándalo que, a no dudarlo, produce náuseas. Es al revés: cuando estas inmundicias ocurren a ese nivel, lo mínimo que los gobernados esperamos es que se nos explique qué está pasando realmente; qué causó esta vergonzosa situación; quiénes son responsables, y el grado de culpa de cada quién.
Por supuesto que el país estará tranquilo si se concluye que el presidente no está implicado y no encarna las debilidades que se sugieren en esas revelaciones. Pero se necesita que él dé la cara con seriedad y sobriedad, mirando a los ojos al país al que gobierna.
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