Editorial


La próxima temporada

“La ciudad tiene que pensar en serio en estas dicotomías para resolverlas de manera que todos ganen, y no siga sucediendo que la ganancia de unos necesariamente es la pérdida de otros”.

Cartagena, sin duda, es una ciudad turística y pasa ahora por un éxito enorme como destino para visitantes, y cada vez una mayor proporción de ellos son extranjeros que nos traen divisas. Es un destino al que hay que cuidar, no solo ante nuestros visitantes, sino para que el turismo no destruya la poca o mucha calidad de vida de los habitantes locales.

Es famoso el adagio que “turista satisfecho trae más turistas”, pero no se puede descuidar la otra cara de la moneda: que los habitantes locales contentos con el turismo lo tratan mejor, y si se sienten perjudicados por esta actividad, lo tratarán mal.

Cartagena ha trabajado varias décadas sin desfallecer por incrementar su turismo, sufriendo mucho en las épocas en las que el país era más famoso por su violencia que por sus atractivos, y había advertencias de viaje emitidas por los distintos gobiernos para sus ciudadanos, señalando a Colombia como nación peligrosa y sugiriéndoles no visitarla.

El turismo también ha sido descrito muchas veces con otro lugar común: que es “la industria sin chimeneas” y que en buena parte, puede producir muchos más empleos formales que la industria que sí tiene chimeneas. El turismo es entonces un activo muy importante del país y especialmente de Cartagena, y no se puede despreciar ni tampoco dañar.

Sorprende la falta de madurez de la institucionalidad de Cartagena en lo que tiene que ver con el turismo, al no aprender de verdad de sus errores, sino que los repite, a veces con insistencia, en cada temporada. Los eventos ruidosos, como uno de las playas de Bocagrande, no deberían estar revueltos con los sitios de hotelería, porque la gente paga por dormir bien. Tampoco creemos que la mayoría de la clientela que frecuenta estas fábricas de ruido es la misma que se aloja en los hoteles, y por eso estos últimos recibieron quejas diarias de sus huéspedes.

Sí debe haber eventos en las playas, pero no en los sitios en donde puedan perturbar a los huéspedes de los hoteles ni a los habitantes locales de casas y apartamentos. Para rematar, hay un Código de Policía que poco ha servido, quizá porque muchos miembros de esta institución perciben cierta complicidad implícita entre algunos funcionarios y los productores del ruido.

El argumento de que la rumba produce empleo puede ser desvirtuada fácilmente con los que se pueden perder en la hotelería, o en las casas del Centro que emplean muchas personas, compran muchos víveres, pagan impuestos altísimos y gastan mucho dinero todo el año para mantener sus propiedades coloniales, a las que siempre hay que arreglarles algo.

La ciudad tiene que pensar en serio en estas dicotomías para resolverlas de manera que todos ganen, y no siga sucediendo que la ganancia de unos necesariamente es la pérdida de otros. La impunidad con el ruido en todas partes, incluyendo el norte, también es vergonzosa, y no hay pretexto para que siga, habiendo ya normas claras para controlarlo. Ojalá que esta temporada sirva para que en la próxima no se cometan los mismos abusos.

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