La semana pasada se cerró magistralmente la decimoséptima edición del ‘Cartagena Festival de Música’, con el acto de clausura de uno de los proyectos sociales y pedagógicos más importantes de la organización liderada por Julia Salvi, esto es, la Orquesta Sinfónica de Cartagena, agrupación que nació en 2016 como una iniciativa de la Fundación Salvi.
Ver y apreciar a jóvenes instrumentistas sinfónicos de nuestro terruño, quienes complementen su educación musical a través de una inmersión artística y formativa tan alucinante como la que se vivió en las dos primeras semanas de este nuevo año, es altamente gratificante.
La batuta de su director Óscar Javier Vargas Orbegozo, quien fue acompañado de la violinista Laura Hoyos y la clarinetista Paula Gallego, fue el complemento rotundo para el lucimiento de nuestros músicos, que brindaron motivos de orgullo para los cartageneros, finalmente, anfitriones también de este gran festival.
Estos nueve días de eventos destinados a elevar la mente y el alma –y, para algunos privilegiados en la apreciación musical, las entrañas también– enseñan que hay una muchedumbre de cartageneros que esperan más de la cultura y el arte; que es provechoso atreverse a conocer un mundo en el que caben conceptos complejos, que abren percepciones a otras dimensiones del saber y el sentir humanos, que nos universalizan y que pulen el deseo y la voluntad.
Salirse de lo común, de lo que vivenciamos por la causa del entorno en que se ha nacido y vivido, y atreverse a ver, oír y sentir las creaciones que forjaron saltos cualitativos en la evolución del conocimiento de la música y las artes en general, no solo no debe dar miedo, ni debería ser un privilegio; tendría que ser un derecho.
Por supuesto que disfrutar de la música vernácula, autóctona o popular, incluso de aquella cuyas letras pueden resultar no aptas para todo público, es también un derecho, y es conveniente y es inevitable, y es una bendición. Pero también debería otorgárseles a todos nuestros niños, adolescentes y jóvenes el privilegio de dejarse ‘tocar’ por otros compases, por otros encuentros y dimensiones de ritmos, tiempos y armonías extranjeros, surgidos de otras épocas, que pueden llevar a límites de la emoción hasta al más iletrado de lo que se cuece entre redondas, corcheas, fusas y semifusas de una pieza musical gloriosa, lo que puede provocar, para sorpresa del más ignoto, la primera experiencia de verse erizar la propia piel.
Hay que agradecer que, a pesar de las dificultades y cortapisas que suelen enfrentar quienes asumen la quijotada de hacer algo pensando en lo bueno, en lo noble o en lo bello, en una ciudad que castiga o expulsa a quienes tienen sentido de grandeza, se insista en el bien hacer, como ocurre con este Festival.
Ahora hay que abrir las puertas al Hay Festival, que viene bajo el mismo signo de la excelencia.
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