A estas alturas de la evolución mundial y nacional de la pandemia, es difícil imaginar que un ciudadano medianamente informado no tenga conciencia de los riesgos que supone la reapertura de sectores que estuvieron por meses cerrados como parte de las medidas para contener la inusitada capacidad de contagio del COVID-19.
Si hay rebrotes en diversas latitudes del orbe, no es sólo atribuible a la ignorancia sino, especialmente, al descuido producto de la salida desesperada de la población en un intento por recuperar algo de la perdida normalidad, como un afán de olvidar lo duro que ha resultado este enclaustramiento generalizado.
De hecho, en la mayoría de los países donde los rebrotes de la actual peste vuelven a causar estragos, se especula que la principal razón radica en la licencia que los jóvenes se han dado al procurar el tiempo perdido de sus vidas mozas estos últimos meses. También parece haber contribuido el retorno de estudiantes a jardines infantiles, colegios y universidades.
En suma, una evidente relajación en las consabidas pero inobservadas normas de cuidado personal (uso de tapaboca, lavado de manos y distanciamiento físico) puede explicar el creciente retorno de pacientes a UCI y muertes a lo largo del planeta, incluso ya con la repetición de cruentas cuarentenas, como la que reinició Israel esta semana.
Por fortuna, a nivel local el Plan de Intervención implementado en el Distrito para la contención y mitigación de la pandemia no permitió el regreso a clases de los estudiantes, como tampoco el disfrute de vacaciones en los términos laxos que vivieron este verano en Europa. Las medidas draconianas que han regido en nuestro territorio hasta agosto pasado indican que será difícil que vivamos rebrotes tan inquietantes como los que están sufriendo en otros lares.
Si bien el interés superior siempre ha sido la salud de las personas y el fortalecimiento del sistema sanitario regional, los golpes del hambre y la desesperación de aquella parte de la población que no cuenta a la hora de tomar decisiones estratégicas, a mitad de la larga cuarentena llevaron al consenso colectivo de que no podía haber la tal incompatibilidad entre salud y economía. Por el contrario, el deterioro sistemático de la calidad de vida de los cartageneros, con la profundización de la pobreza y la “quiebra” masiva de negocios, han exigido mirar la realidad con pies de plomo, implicando tomar unos riesgos medibles para que la catástrofe monetaria que ya estamos viviendo no nos lleve a niveles de imposible recuperación.
En consecuencia, es altamente probable que un rebrote de contagios ocurra en el ‘aislamiento selectivo’. Lo importante es que no sea de tal entidad que tengamos que volver a un nuevo encierro, como ha debido hacerlo Israel. Todos los indicadores de la pandemia en la ciudad han mejorado ostensiblemente. Los cartageneros ya aprendimos cómo se logra semejante empeño. De todos dependerá si podemos continuar en la senda de la apertura para recuperar en algo los ingresos familiares, empresariales y estatales.
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