Si algo tenemos claro los costeños es el inmenso daño que hicieron los paramilitares, con su andanada de delitos inenarrables, de la más horrorosa crueldad, al punto que solo un grado altísimo de odio y maldad, más allá de lo humano, puede explicar tanta obsesión sanguinaria.
El hallazgo de la fosa común revelada por el exjefe paramilitar Salvatore Mancuso en la reciente audiencia ante la JEP, en la que habría 200 cuerpos, es una prueba más de la guerra demencial que vivimos por años en el Caribe y en buena parte del territorio patrio.
El que miembros de las Fuerzas Militares tuvieran conocimiento de estos hechos y los hubieran consentido o patrocinado es un asunto que no se discute en estos lares. El tiempo mostró cómo comandantes en las regiones toleraron o auparon las confrontaciones entre las Auc con los alzados en armas, llevándose por delante vida, honra y bienes de miles de ciudadanos inermes que quedaron entre la sangre y el fuego de los contrarios, padeciendo toda clase de delitos horribles, propios de almas endemoniadas.
Está muy bien el compromiso del presidente, de entregar los cuerpos hallados a sus deudos y a que se esclarezca la verdad de los actos que han propinado tantos traumas y pesares.
El presidente ha dicho que muchos consideraron que la confesión de Mancuso era falsa; no lo compartimos. En la Costa nadie duda de la maldad de Mancuso, de sus hombres y demás miembros de grupos paramilitares, y de los auxilios culpables que recibieron de autoridades civiles y militares.
Por supuesto, las imputaciones específicas a personas determinadas requieren de la prueba mínima para inculpar y condenar a los autores y sus cómplices. El que Mancuso entregue esas pruebas es indispensable para que caiga la justicia sobre todos aquellos que han gozado de libertad, a pesar de su participación horrenda en crímenes de lesa humanidad.
Ha dicho el presidente que debemos reaccionar para que no se repitan hechos similares y haya justicia. Estamos de acuerdo. Para eso se requiere que Bogotá, entendida como la sede política y gubernamental desde donde se toman las decisiones del Ejecutivo, ese al que el presidente llama el “poder”, no miren a las regiones como territorios de quinta categoría.
Si algo encendió la guerra en el Caribe, entre guerrillas, paramilitares y la cuestionada imbricación de miembros de la Fuerza Pública y civiles, fue la ausencia de Estado. Si el Ejecutivo y los demás órganos del poder público hubiesen hecho presencia permanente en estos territorios olvidados, jamás habríamos llegado a los niveles demenciales de violencia que padecimos.
Y la prueba de que el Estado, esto es, quienes gobiernan, es o son los grandes responsables de las tragedias que la JEP está juzgado, es que los hechos que creímos olvidados, se están repitiendo y comienzan a crecer incluso bajo un gobierno que, como el de Gustavo Petro, era impensable que sucedieran.
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