Editorial


Playa Blanca

“Es tiempo para que las autoridades tomen las riendas del presente y el futuro de Playa Blanca, de la mano de las comunidades raizales de la Isla de Barú”.

Durante años, las esperanzas de que la ciudad turística contaría con playas competitivas al nivel de Punta Cana, Cancún, Varadero, Los Roques y varias de las islas del Caribe, se habían fijado en Playa Blanca.

Se visionaba una franja de hoteles 5 estrellas, con turismo de talla mundial que habría obligado al empleo de intensa mano de obra con la vinculación de los nativos de los corregimientos de la Isla de Barú, esto es, de Ararca, Santa Ana, Barú poblado y, por qué no, de Pasacaballos y sus veredas. Suponía fuentes de empleo local, generación de riqueza y de mayores impuestos. Hoy, nada de esto parece que será posible.

Las razones son varias, pero en esencia, fueron resumidas el viernes por el columnista Jorge Rumié en su artículo ‘Camión de 5 toneladas’. Se quejaba Rumié de que la informalidad y la anarquía reinan en espacios que podrían ser muy productivos. Basuras, desorden, acoso al cliente, comida sin estándares de calidad y asepsia, inseguridad, descontrol de precios, falta de infraestructura, fueron algunos de los efectos atribuidos al criterio reinante de administración de las playas en la ciudad, que es sustancialmente antiempresarial.

La buena gestión de la prestación de servicios, cualquiera que sea su naturaleza, implica administrar con orden, salubridad, calidad y sostenibilidad. Cuando esos conceptos universales no están integrados a una propuesta de valor en la que la ciudad esté comprometida, el resultado es el de “tierra de todos y de nadie”, en la que el desarrollo no es sustentable ni para quienes explotan el área ni para el medio ambiente que lo circunda, pues no hay criterios de progreso ordenado que valga.

No es de extrañar que entre los que reciben los beneficios destinados en el espíritu de las leyes de protección de comunidades étnicas, hay quienes no hacen parte de las minorías raizales protegidas por normas universales acogidas por Colombia, y en tal sentido, no sorprende que los propietarios de algunos hostales, restaurantes y bares en Playa Blanca sean todo, menos afrodescendientes, ni mucho menos baruleros o cartageneros.

¿La ciudad y su gobierno han dialogado sistémicamente con los prestadores de servicios turísticos de Playa Blanca, sobre esa propuesta de valor? ¿Existe esa propuesta? No la conocemos.

Para que la contaminación por la mala disposición de residuos sólidos, la inseguridad, abusos en precios y desorden urbanístico no sigan creciendo al vaivén del “dejar hacer, dejar pasar”, es tiempo para que las autoridades nacionales y locales tomen las riendas del presente y el futuro de Playa Blanca, de la mano de las comunidades raizales de la prometedora Isla de Barú.

En ese diálogo constructivo tendrían que estar también representados no solo los raizales, también otras fuerzas vivas, líderes comunitarios y gremiales, que identifiquen cómo pueden integrarse los intereses de los nativos de la Isla con los de una ciudad que tiene derecho a pensarse y promocionarse como un destino de alta calidad turística, en armonía con la protección del medio ambiente y de sus comunidades.

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