Tal como lo hemos propuesto en anteriores editoriales, la ciudad está en mora de definir qué tipo de turismo quiere recibir y qué mensaje construir para promover a este destino sin par, cosido en el Caribe.
Cuesta decirlo, pero cuesta aún más reconocerlo públicamente: hoy somos vistos, también, como un destino de turismo sexual.
Esta característica de cómo nos ven allende nuestras fronteras se debe sin duda a esa afortunada combinación de etnias, tradiciones, emociones, espontaneidades, irreverencias, y de nuestra desbordada hospitalidad y alegría, que se combina con mujeres agraciadas y encantadoras y de hombres guapos y engreídos, en la suma de un crisol de esencias que resumen, como ya otros lo han dicho, todas las razas del mundo. Ese realismo mágico que saltó de Cartagena al macondo de ficción y de allí a la realidad que nos circunda, crean un clima favorable a las exuberancias, a la inspiración, a los amores furtivos y a la imaginación que se deja arrastrar por las tentaciones que se desbordan en esquinas sinuosas del Centro amurallado, del Getsemaní de aires de arrabal o del San Diego vibrante de tonalidades y sabores.
Pero también se debe a una licencia inconveniente que los cartageneros damos a quienes nos visitan sin consideración a barreras convencionales que limitan la libertad para bien de la convivencia pacífica, esa que respeta los derechos de los demás, incluidas las relativas al pudor y al control de los apetitos más arcanos.
Algo hacemos para que visitantes despabilados se atrevan a realizar actos que no cometerían en sus patrias chicas, como los que vienen sucediendo en los yates y playas, o en las callecitas fascinantes de Getsemaní, en donde hay burla grotesca del decoro con un desprecio inadmisible del comedimiento y la decencia, de la cual incluso hay grabaciones de imágenes sórdidas, como la que fue noticia ayer, y otras que han merecido la no despreciable cifra de 24 comparendos impartidos por la autoridad policiva desde el 1 de enero hasta el 19 de febrero de 2020 por violación del artículo 33 del Código de Policía, que sanciona “los actos sexuales o de exhibicionismo que generen molestia a la comunidad”.
Si los turistas, en concordancia con nuestros residentes, conciertan realizar actos grotescos en el espacio público, que escandalizan o tienen el potencial de incomodar al ciudadano común, lo que se suma al consumo de alcohol o drogas con desfachatez, es porque el ambiente les invita a practicarlos sin temor a censura o sanción alguna.
Si ello es así es debido, además de la mala educación o de los errores de juicio de los protagonistas, a que no hemos sabido advertir a quienes nos visitan y a muchos de los nuestros, que esas conductas son inadmisibles en nuestra vida comunitaria, y que riñen con valores que nos caracterizan.
Es una riqueza y un privilegio vivir en una ciudad con tan alto nivel multicultural y con sobradas expresiones de autenticidad y viveza. Pero no saber refrenar tan ardientes impulsos finalmente dañará no solo al ser cartagenero, también al prestigio del destino.
Las autoridades turísticas tienen la palabra.
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