Cuando en el mundo parece no haber certezas y se prescinde de ellas en nombre de la libertad y la disidencia ante los dogmas, se es proclive a la ansiedad y en muchos casos a una violencia predominantemente simbólica, orientada a derribar o volver difusos los límites entre lo natural y lo social.
La ansiedad se entiende como una reacción natural de los seres humanos ante un peligro que amenaza su existencia o algún valor con el que se identifica. Es una respuesta a la posibilidad de no poder ser quien se quiere ser; pero, ¿qué la detona?
Cuando el ser humano teme ver limitada u obstaculizada su libertad o el desarrollo de su potencial, puede intentar negar o derribar toda posibilidad de restricción. También, por temor a perder seguridad, hay quienes niegan toda nueva posibilidad de expansión o apertura hacia las distintas formas de vivir y de pensar. Ambos mecanismos son formas de autoafirmación destructiva y violenta.
Para ser libre, paradójicamente, hay que ser consciente de los límites naturales y sociales propios, de los valores que afirmamos y de las ganancias afectivas que obtenemos en la forma particular en que nos defendemos. ¿De qué y de quién se es libre realmente entonces?
No se trata, sin embargo, de negar o deformar los limitantes de manera compulsiva a través de la tergiversación del lenguaje, de la manipulación interpretativa de las evidencias científicas y del uso de neologismos cargados de etiquetas que desproveen de dignidad a cualquiera que no adopte o apoye certezas ajenas.
Recordemos que el ser humano es libre, pero también responsable no solo de lo que hace, también de lo que prefiere ignorar o evitar. Un yo consciente que actúa constructivamente toma decisiones a partir de conocimiento e integración de los limitantes y posibilidades del ser. Una persona libre y adulta no solo se preocupa por sí misma, sino por el mundo al que pertenece.
Las consecuencias de mezclar y confundir –consciente o inconscientemente– lo natural con lo social no se harán esperar. La sabia naturaleza puede estar usando nuestros artilugios como mecanismos de control de natalidad o tal vez hemos sido nosotros quienes los hemos activado inconscientemente.
Cierto es que, tal como decía Edgar Morín en 1990, “necesitamos archipiélagos de certeza para navegar en este océano de incertidumbres”. La ciencia, sin ser la única forma de conocer y descubrir, ofrece los modelos que mejor describen los fenómenos que nos rodean. Hagamos un llamado a la reconciliación con la naturaleza y a la compasión con las experiencias individuales.
Las opiniones aquí expresadas no comprometen a la UTB ni a sus directivos.
*Profesora del Programa de Psicología, UTB.
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