Es jueves por la tarde. Angélica Regina Reales, mujer menuda, silenciosa, metida en un vestido negro que le llega a los tobillos, está recostada a un taburete.
Desde ahí, pausadamente alarga su brazo que parece robótico y esparce granos a unos pollos que enardecidos corren hacia ella.
Anochece. Se para y espanta a los animales con un sonido gutural; esboza una tímida sonrisa, la cual deja entrever un canino ennegrecido por la nicotina. Ahora está de espalda, prepara algunas cosas para el rezo de la noche. Esta noche según me comentó rezará 9 rosarios; mientras prepara su ajuar se escucha en el silencio, el sonido del cerrar de una corredera, el “tic tac” de la tapa de un frasco.
En ese bolso guarda celosamente como un tesoro algunas ‘chucherías’. Sacó un rosario desgastado por el uso. Suspiró: “este me lo regaló el obispo tal”- siguió sacando - este me lo dio el sacerdote tal... “Anima bendita”- mientras se hace un santiamén en su arrugada frente-.
Como si fuera una caja de pandora sigue sacando sus tesoros… estampas de vírgenes, novenas a santos, la estampa del papa Francisco… Con la talega terciada a su espaldita de monja medieval se sube a la parrilla de una moto que la espera. Se pierde en la distancia en medio de la oscuridad.
Sobre una rústica mesa cubierta con un lienzo blanco, hay dos cirios encendidos que crepitan ante la invasión de los primeros insectos.
En esta población rural del municipio de Achí, sur de Bolívar, Puerto Peti, por el abandono estatal, sus habitantes viven anclados en la bruma del siglo XIX. No hay energía eléctrica ni agua potable… Existe la historia real de un niño que no conoce el hielo.
Hace calor. En el ambiente se percibe un penetrante olor a flores, perfume barato, a incienso. Huele a muerto. Un grupo de personas se va acercando silenciosamente al improvisado altar. Un niño irrumpe en la escena sonando una campana mientras pregona - “a rezar” a “rezar”-.
Angélica Regina permanece sentada, con camándula en mano hace un gesto teatral, -hay un silencio - cierra los ojos y como si se estuviera comunicando con el más allá comienza la primera jaculatoria en latín: Regina Coeli (reina de los cielos). Regina mater (reina madre). Virgo Purissima (Virgen purísima). El nutrido auditorio, en su mayoría mujeres, con los ojos cerrados y en actitud de recogimiento responden al unísono: “ora pro nobis”, “ora pro nobis” (ruega por nosotros)… Algunos hombres bostezan, un niño de brazos chilla, Regina prosigue su interminable jaculatoria. Al fondo, en la penumbra, un grupo de jovencitas ‘apeñuscadas’ con unos muchachos, indiferentes a lo que está aconteciendo, susurran frasecitas de amor.
En el intérvalo del primer rezo Regina se me acercó – por la curiosidad que yo tenía – me llamó aparte, en la oscuridad, se sienta a mi lado con la confianza de dos viejos amigos. Enciende pausadamente un cigarrillo y como si se tratara de un secreto el cual va a ser revelado a pocos. Me dice calladamente: “el ser rezandera es una profesión muy dura”. “A nosotras nos pagan por rezar, nos pagan por trasnochar”.” “Por mandar esas almas al cielo”, - señala la estrellada bóveda celeste - ¿Una profesión le pregunté? - “Sí, es una profesión, a nosotras nos va bien en la medida que la gente se siga muriendo”.
Es más, -dijo- se cruzó de piernas y soltó un tenue hilillo de humo que brotaba de sus labios mientras sostenía en lo alto de sus dedos el quinto cigarrillo de la noche que titila en medio de la inmensa oscuridad –“es un oficio que es para toda la vida”.
Quedó pensativa y remató: “Es un trabajo que no tiene fin - ¿por qué? - seguí preguntando -“Porque la gente nunca deja de morirse”. Fue su escueta respuesta. “Aunque por estos lares” – hizo una pausa en su monólogo - se volteó y me escrutó con la mirada de arriba a abajo como si me hubiese visto por primera vez. En ese momento el ministro de Dios se sintió sin argumentos e indefenso ante la experiencia de 74 años de rezos -, ahí comprendí que la metafísica y la teodicea (estudio de Dios) – como si a Dios se le pudiese estudiar- que había cursado en el seminario sirvió de poco.
De su boca salió un aliento con olor a almizcle y a nicotina que me invadió por completo el rostro - “la gente últimamente se muere poco, este oficio está en crisis, en vía de extinción”-, mientras se alejaba y arrojaba a lo lejos con la fuerza del dedo índice la sexta colilla de cigarrillo.– ¡Ah!- e hizo nuevamente una pausa –“y el día que me muera”, - quedó pensativa, entrecruzó los dedos de las manos como si hubiese sido sorprendida en una picardía – musitó- “no quiero que me recen”.
Intrigado me deslicé hacia ella para escucharla mejor: ¿Por qué no quieren que te recen? “Porque para esa época, aquellas jovencitas que están allá -señaló a las que susurraban frasecitas de amor- “ninguna será rezandera”. Hubo un silencio, interrumpido por cuatro hombres que sentados alrededor de una mesa iluminada por un mechón de candela revuelven fichas blancas y nacaradas que refulgen a la luz de la luna. Al instante se escucha el tableteo del “doble seis” “cinco y cuatro”. Se da inicio al primer round de dominó de la noche. Para los hombres de esta región, el juego no es un juego; es algo que se toma muy en serio, es una competencia, y si es una competencia colocan en juego lo más sagrado que tienen: “el honor”.
Esa noche percibí que estas mujeres practican una especie de sincretismo religioso en sus rezos. Por un lado mezclan el latín, lengua oficial de la Iglesia católica, el cual el papa Francisco escribe sus textos; con elementos de los rituales indígenas y cimarrones llamada la zafra mortuoria. Propia de los negros escapados del marquesado de Yolombó el cual tuvo su asiento en Mompox (Bolívar).
Al rayar la madrugada la mayoría de acompañantes al velorio se habían marchado, se percibía un ambiente de desamparo, devastado por el paso de un pequeño tsunami; sillas desperdigadas por el amplio patio, vasos desechables desocupados por doquier donde se había servido el café de la noche. Algunos hombres sentados en unas sillas cabeceaban de sueño. Los vientos huracanados de Morfeo habían hecho su trabajo.
A Regina le entra una llamada a su celular donde la anunciaban para la noche un nuevo rezo en cualquier lugar de la Mojana. Se despide y la veo alejarse en medio del frío amanecer. Pienso mucho en esta frágil mujer que por ese don del Logos, del Verbo, de la palabra que a pocos mortales se les ha dado, mantuvo en vela y atento toda la noche a un auditorio de más de 200 personas. Cosa que envidiaría y que no puede hacer, ni igualar el más mentiroso político en campaña electoral.
* Sacerdote. Párroco de Achí – Bolívar. Premio nacional de cuento y poesía ciudad Floridablanca. Acompañante de la fundación Mojana. Escribe crónicas y reportajes.
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