Se mantiene calmado, pero su mirada está perdida entre los árboles que están en las afueras de Medicina Legal y el Hospital Universitario del Caribe, en Zaragocilla.
Gustavo Paredes está de pie y se apoya en uno de los troncos mientras recuerda lo que una de sus sobrinas le cuenta en la noche del miércoles.
El segundo de sus cinco hermanos fue asesinado por sicarios en el barrio Policarpa. Gustavo tenía un mes de no saber de él y es eso lo que más le duele. Por dentro, la muerte de Arnold Paredes Martínez, sangre de su sangre, lo está destrozando.
Eran las 9 de la mañana de ayer y las lágrimas de cuatro familias embargaron el ambiente del lugar.
Gustavo es uno de los que intentan sobrellevar la tragedia, preguntándose por qué es su familia la que se lamenta por la pérdida de un ser querido, al que delincuentes le arrebataron la vida a balazos sin contemplación ni piedad.
Ayer, Gustavo pronunció unas cuantas palabras y recibió una llamada telefónica.
En ese momento se apartó de la gente y habló por varios minutos. Al colgar, su dolor se hizo más visible. Con la cabeza agachada sacó de su interior parte de su sufrimiento, llorando. Luego, terminó de relatar el cruel final de Arnold.
“Él -Arnold- estaba sentado en una piedra, afuera de su casa. En la puerta. Estaba cargando a su nieta de 3 o 4 meses y llegaron los tipos en una moto. Cuando le hicieron el primer disparo, él alcanzó a correr y dejó a la niña en la sala”, dijo Gustavo.
La agonía de Arnold era tanta que lo único que se le ocurrió fue tirar a la niña y correr hasta el patio de su casa para intentar escapar de la muerte. Pero las patas de la maldad fueron más largas y, aunque alcanzó a salir de la vivienda por la parte de atrás, el gatillero tenía claro su objetivo.
Haló del gatillo una y otra vez y consiguió impactar a su víctima en una pierna, una nalga, el brazo derecho, el hombro izquierdo y la cabeza.
Poco después, los asesinos huyeron y el cuerpo de Paredes quedó sobre el suelo, desangrándose. Su verdugo no le dejó oportunidad para sobrevivir. La heridas fueron certeras y su vida se desvaneció en cuestión de segundos.
La rápida reacción de Arnold, al ser sorprendido por los sicarios, hoy deja algo que agradecerle a Dios: la vida y el bienestar de la pequeña que tenía en sus brazos en ese instante.
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