Revista dominical


Cuando la música era un milagro tangible

Hubo un tiempo en que la música se podía tocar. No me refiero a darle play y que sonara, hablo de tocarla con las manos. La música ocupaba un lugar en el mundo y uno podía sostenerla frente a sí, fuera en vinilo, casete o CD.
Uno la veía, manoseaba, incluso la olía o, si se trataba de una pieza entrañable, la apretaba contra el pecho, cerraba los ojos y respiraba profundo. Hoy la música abandonó la realidad para irse a vivir a la virtualidad del 2.0. Y allí está toda. Para acceder a ella basta conectarse a Internet. Un clic es suficiente para tener a disposición el catálogo casi infinito de toda la música grabada. Es impresionante, sí, y práctico; sin embargo, para mí, un hijo de la década de los ochenta, la música, como objeto, me hace falta.
Recuerdo mi primer disco: Un vinilo del Bad de Michael Jackson que me regaló mi papá en 1988. Era grande aquel disco, no sólo porque era de Michael, sino porque su tamaño superaba el de mi cara; yo rondaba los 4 años y necesitaba las dos manos para sostenerlo. En casa, en el barrio Los Ángeles, no teníamos tocadiscos. Para escucharlo, me iba a casa de mi tía, que vivía a diez minutos a pie. Recuerdo que tenía el equipo de sonido en un multimueble en el que también ubicaba el televisor, los libros de enciclopedia y unas bailarinas de cerámica. En ese entonces, en las casas de Cartagena, los equipos de sonido y los discos ocupaban un lugar privilegiado, imagínense, en el mismo mueble que el televisor, con lo importante que era la tele en aquella época. Ella me ponía el disco y a cambio me pedía que bailara un poco como Michael. A mí me parecía un precio justo, así que verme caminar arrastrando los pies hacia atrás y agarrándome la entrepierna mientras gritaba, ¡au!, se hizo frecuente por aquellas tardes. Antes de meterlo a la urna de cristal del tornamesa, mi tía limpiaba el disco con un cojincillo rojo para que ninguna mota se interpusiera en el camino de la aguja. Yo observaba aquello como un prodigio. Era increíble que al dejar caer la aguja sobre los surcos del acetato, misteriosamente, el espacio se llenara de música.
Durante mi niñez, a principios de los noventa, sólo había dos formas de tener una canción que te gustara: comprar el disco o grabarla de la radio. Entonces en mi grabadora había siempre un casete dispuesto para capturar tonadas. Debía oprimir el botón rec justo cuando el locutor terminara de anunciar la canción para agarrarla desde el principio. Lo otro era rogar que no informara la hora durante la canción o soltara una publicidad. La idea era obtener la versión más limpia y completa posible, para cuando el casete se llenara, marcarlo con el nombre de las canciones registradas en aquellos sesenta minutos de cinta. Algo de emoción y ansiedad había mientras esperabas que tu canción favorita finalmente sonara en la radio. Lo máximo que podías hacer para no perder la paciencia era llamar a la emisora y pedirles que por favor te complacieran con “All that she wants” de Ace of Base, “Informer” de Snow, o cualquiera de esos temas de “música americana”, que era como se le decía a toda la música en inglés independiente del género.
En 1997, con la llegada de la televisión por cable a mi casa, abandoné las sugerencias radiales para tomar nota de lo que transmitía Mtv. Así fue como me antojé de mis primeros discos compactos. Ahorraba dos semanas el dinero de la merienda para comprarlos. No eran baratos. Los conseguía en el Discos Cartagena del recién inaugurado Paseo de la Castellana. Cuando aprendí a andar en buseta, me iba al mítico Babilla Records, esa tienda de discos de dos pisos que quedaba en el Centro, en la calle Román. Mi primer disco compacto fue el Spice World de las Spice Girls. Un capricho de pop preadolescente que ahora me sonroja. Después de los 14 años, mi colección fue engordando más por el lado del rock. El CD como objeto se convirtió en una de mis posesiones más preciadas. Para cuando cumplí la mayoría de edad, ya acumulaba una buena selección de álbumes que aún conservo y que me acompañarán siempre. Y es que era emocionante. Ibas a la tienda de discos, comprabas el compacto que tanta hambre en el colegio te había costado, lo sacabas del plástico, lo metías en el minicomponente y te encerrabas en el cuarto a tratar de aprender las canciones. Lo mejor era que la portada no sólo servía para identificar el álbum con una foto del artista y el título, también era cancionero. Muchos de esos librillos eran en sí mismos piezas de arte, con fotos e ilustraciones que complementaban perfectamente el arte que emitían los parlantes. Fue así como en una repisa de mi cuarto se quedaron a vivir grandes de la música anglo como Smashing Pumpkins, Marilyn Manson, Alanis Morissette, Korn, y más tarde, también, grandes del rock en español como Aterciopelados, Café Tacuba, Soda Stereo o Fito Páez.
Con internet se perdió la mística. El vinilo y el casete pasaron a ser piezas de museo. El mp3 le robó cuerpo a la música. Los derechos de autor fueron un chiste. Las compañías de discos quebraron. Pagar por escuchar la música que te gustaba era cosa de tontos. Si querías una canción, la bajabas de Ares, listo. Si aún querías escucharla en el minicomponente, la quemabas en un CD. Todos nos volvimos piratas. Yo prefería esto último a comprar música en la calle. Un CD pirata para mí era un sacrilegio. Qué tal esas portadas fotocopiadas, ese sonido de mala calidad y para rematar no traían cancionero. El computador se volvió el lugar donde vivían las canciones. Escuchar música era eso que hacías mientras hacías otras cosas: tareas, chatear, revisar el mail. Entonces llegó YouTube y la música existió más para los ojos que para los oídos. El video mató a las estrellas de radio y a la radio. Las ventas millonarias de música física fueron historia. La legendaria Virgin Megastore cerró definitivamente sus puertas en 2009. La cadena de discotiendas más grande de Colombia, Entertainment Store, anunció que este año seguirá el ejemplo.
La música ya no pesa en kilos sino en megabytes, por ende, ya no es equipaje. Saber que ha perdido un tanto de su carácter terrenal me hace pensar que es un poquito menos compañía. Eso me duele a mí, que sufro de afanes de permanencia. Molieron la música hasta reducirla a trizas virtuales que vagan de dispositivo en dispositivo como almas sin cuerpo. Pague una cuenta premium en Deezer y verá cómo carga en su celular una Biblioteca de Babel con toda la música del mundo. Y la llevará a todas partes, sí, pero no podrá tocarla, ni relacionarse con ella en un nivel sensorial más allá de los oídos.
Mis manos, mis ojos y mi nariz extrañan la música. Internet me da toda la habida y por haber, pero me arrebató el objeto. Le niega a las próximas generaciones la oportunidad de tener frente a sí las dimensiones de un gran disco, o reunirlos despacio y con algo de sacrificio. La música suena hoy como un rumor triste; triste porque antes fue materia y añora llenarse de polvo y encontrar habitación en los rincones. Es la música, en 2013, ausencia, una campana invisible que dobla por los tiempos en que su temperatura encontró mis manos y mis ojos le sacaron retrato.

apetitosustituto.blogspot.com
@cbzdegato

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