Es decir, que como en la perrilla de Marroquín, la angustiosamente anhelada reforma del estatuto de Núñez y Caro terminó con lo que no se esperaba la adopción de una nueva carta política gracias a una luminosa y enjundiosa sentencia expedida por la Corte Suprema de Justicia el 9 de octubre de 1990, con ponencia del magistrado Fabio Morón Díaz.
Así se le puso fin a la infundada creencia popular de que un hado maligno y perverso se atravesaba siempre para impedir el reajuste institucional que el país estaba requiriendo.
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El 5 de mayo de 1978, cuando en ese entonces ejercía el control constitucional, la Corte Suprema de Justicia declaró la inexequibilidad del Acto Legislativo Nº2 de 1977 mediante el cual se convocó una “pequeña constituyente”, como organismo derivado del Congreso, para reformar la Constitución Política. Así fracasaron los esfuerzos de la administración de Alfonso López Michelsen para introducir algunos cambios en nuestro estatuto constitucional.
La siguiente administración, presidida por Julio César Turbay Ayala, después de intensos debates en la opinión pública y en el Congreso, logró de éste la expedición del Acto Legislativo Nº1 de 1979, reformatorio de la Constitución, después de haber sido discutido y aprobado en las dos legislaturas ordinarias en los años 1978 y 1979.
El Acto Legislativo de 1979 también fue demandada ante la Corte Suprema de Justicia, corporación que igualmente lo declaró inexequible en sentencia proferida el 3 de noviembre de 1981. En la siguiente administración de Virgilio Barco Vargas, se contempló la posibilidad de utilizar “procedimientos alternativos” para reformar la Constitución. Hubo varios debates al respecto, que culminaron el 20 de febrero de 1988, cuando en acto solemne cumplido en la casa presidencial el primer mandatario Barco Vargas y el jefe del Partido Conservador Misael Pastrana Borrero, suscribieron un pacto político que bautizaron con el nombre de “Acuerdo de la Casa de Nariño”.
Cuando se aprestaba el Presidente a darle cabal cumplimiento a la totalidad del acuerdo en referencia, salió otra vez, repito, como en la perrilla de Marroquín, lo que no se esperaba, pues sobrevino un insólito suceso que lo arruinó lamentablemente, ya que le cerró a Colombia la oportunidad de llevar a cabo por caminos democráticos las reformas exigidas por los nuevos tiempos. Tal insuceso no se debió, como los comentados antes, a otro pronunciamiento de la Corte Suprema de Justicia, sino al de otro organismo jurisdiccional como lo es el Consejo de Estado. Efectivamente, en una demanda presentada contra el “Acuerdo de la Casa de Nariño”, el máximo tribunal de la jurisdicción de lo contencioso administrativo decretó, mediante auto proferido el 4 de abril de 1988, la suspensión provisional ,con lo cual enterró la esperanza y la oportunidad de reformar democráticamente la Constitución Nacional.
Ante esta decisión el Presidente Virgilio Barco Vargas presentó al estudio del Congreso un extenso proyecto de reforma constitucional que exitosamente fue tramitado en el año 1988 en la denominada primera vuelta. El 20 de julio de 1989 el Congreso, como es tradicional, se reunió para iniciar el cumplimiento de una nueva legislatura, dentro de la cual se debía tramitar, en segunda vuelta, el proyecto de reforma aprobado el año inmediatamente anterior.
Colombia entera volvió sus ojos hacia el Congreso Nacional, esperanzada con los posibles resultados de la reforma constitucional que estaba en discusión en cumplimiento de la segunda y definitiva vuelta.
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El 15 de diciembre de 1989, día viernes y último de sesiones del Congreso Nacional, el país todo estuvo pendiente, expectante, de lo que ocurriría en la sesión plenaria del Senado de la República, pues en ella se definiría la suerte de la Reforma Constitucional, ligada increíble y descaradamente a la disyuntiva de la prosperidad o fracaso de una consulta al pueblo del explosivo tema de la extradición de nacionales. En forma franca y terminante, de manera enérgica y hasta con patente vehemencia, el señor Ministro de Gobierno doctor Carlos Lemos Simmonds, notificó al Senado y al país que, de insistir la célula legislativa en la inclusión del tema de la extradición como materia de consulta al pueblo, el Gobierno preferiría el hundimiento definitivo de la Reforma, en defensa de una política y de unos principios morales sostenidos por la administración de que hacía parte. El Senado tranquilamente, sin inmutarse, se inclinó por la cómoda y no comprometedora, ante las fuerzas oscuras del tráfico ilícito, por la solución irresponsable e inmoral de clausurar sus sesiones sin hacer ninguna clase de pronunciamientos al respecto, frustrándose una vez más la esperanza colombiana de reajustar sus instituciones rectoras. Este melancólico episodio consolidó el desprestigio de la rama legislativa del poder público y colmó la medida de la paciencia nacional, tal como lo comprueban los desarrollos posteriores de la vida política colombiana, que desembocaron en la desesperada utilización de un medio extraordinario para reformar la Constitución Nacional.
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Los antecedentes relatados, son los que dieron lugar a que en el país, a principios de 1990, se conformara un formidable movimiento de opinión, con el liderazgo de la juventud universitaria colombiana, gremios de trabajadores y empresariales, lo mismo que por algunos medios de comunicación encabezados por El Espectador, para procurar que se hicieran los ajustes o modificaciones que requerían nuestras instituciones jurídico políticas, no a través del Congreso Nacional, sino por el medio extraordinario de la consulta al pueblo, vale decir, al constituyente primario.
“El mencionado clamor ciudadano se hizo presente, se concretó, durante las elecciones para corporaciones públicas del 11 de marzo de 1990, los estudiantes distribuyeron en el país una papeleta conocida como “la séptima papeleta” que fue introducida en las urnas libremente, sin control de las autoridades correspondientes pues no hubo disposición legal ni autorización oficial para ello. La citada papeleta tenía la siguiente redacción: “Plebiscito por Colombia. Voto por una Asamblea Constituyente que reforme la Constitución y determine cambios políticos, sociales y económicos en beneficio del pueblo”.
Era una clara manifestación de voluntad política sobre la convocatoria de una Asamblea Nacional Constituyente, pero vaga en cuanto a la manera como debe alcanzarse ese objetivo, pues no indicó, ni sugirió un modus operandi sobre la forma como se haría su integración.
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En las elecciones presidenciales el 27 de mayo de 1990, en las cuales se consultó sobre la convocatoria de la criticada Asamblea Constitucional. Practicados los escrutinios resultó elegido Presidente el doctor César Gaviria Trujillo y por la convocatoria de la Asamblea se establecieron estos resultados: 5.236.263 votos afirmativos; 230.80 votos negativos; 363.656 votos en blanco y 158 votos nulos.
El doctor Gaviria Trujillo, tomó posesión del primer empleo del país el 7 de agosto de 1990. Seguidamente, impulsados por sus intereses, el 23 de agosto de 1990, los partidos políticos celebraron un acuerdo notablemente amañado sobre los puntos o materias en total de diez que serían objeto de los estudios y análisis de la Asamblea Constitucional. Era pues, una Asamblea limitada, de corto vuelo. También convinieron las fuerzas políticas la fecha del 9 de diciembre de 1990 para convocar e integrar una Asamblea Constitucional de 70 miembros, sin suplentes, elegidos por el sistema del cuociente electoral, sobre la base de una circunscripción nacional, para que sesionara entre el 5 de febrero y el 4 de julio de 1990.
El señor Presidente de la República prohijó el acuerdo político y al día siguiente, el 24 de agosto de 1990, expidió el Decreto 1926, mediante el cual dispuso que “la Organización Electoral procederá a adoptar todas las medidas conducentes a contabilizar los votos que se emitan el 9 de diciembre de 1990, para que los ciudadanos tengan la posibilidad de convocar e integrar una Asamblea Constitucional”. En el cuerpo de dicho decreto quedó incorporado el Acuerdo Político en su totalidad. Para evitar esguinces y dubitaciones sobre la aplicabilidad y cumplimiento del acuerdo, el Decreto 1926 estableció en su artículo 2º: “La papeleta que contabilizará la Organización Electoral, deberá contener un voto afirmativo o un voto negativo”.
Hasta este momento, según lo que me he permitido narrar, las habilidosas y mañosas maniobras de la clase política, habían frustrado los anhelos del pueblo colombiano de que se convocara una Asamblea Nacional Constituyente, pues la que se proyectaba convocar de acuerdo con las voces del Decreto 1926 del 24 de agosto de 1990, no tenía ese carácter.
Para los efectos de su estudio y revisión constitucional, el criticado Decreto 1926 fue remitido a la Corte Suprema de Justicia, corporación que se pronunció mediante sentencia expedida el 9 de octubre de 1990, cuyo ponente fue el ilustre Magistrado Fabio Morón Díaz.
La Corte Suprema de Justicia decidió que el Decreto 1926 era exequible en cuanto al conteo de los votos por la Organización Electoral para los efectos de la convocatoria de una Asamblea Constitucional, e inexequible, parcialmente, en cuanto a las limitaciones impuestas al temario y en cuanto al control posterior del trabajo de la Asamblea, por parte de la propia Corte Suprema de Justicia.
Anotó el elevado organismo jurisdiccional que realmente la Asamblea era Constituyente como expresión de la voluntad del pueblo y que, por lo tanto, la temática que podía abordar no era susceptible de limitaciones, como lo hizo el Decreto 1926. Además, expresó que el trabajo de la Asamblea, por ser manifestación del constituyente primario, no sería revisado por ella. En buen romance pues, la Asamblea Constitucional, por acción de esa especia de metamorfosis judicial, quedó convertida en Constituyente.
En realidad de verdad la Corte Suprema de Justicia, al acoger la ponencia inteligente y cerebral del ilustre constitucionalista doctor Fabio Morón Díaz, lo que hizo fue interpretar los anhelos del pueblo colombiano que tantas frustraciones había sufrido en su propósito de hacer los reajustes institucionales que demandaban los nuevos tiempos. Y en una interpretación inteligente y realista de la voluntad política de un pueblo, dio vía libre a la posibilidad de que ella se expresara a través de su poder constituyente.
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El Presidente Cesar Gaviria Trujillo, después de conocer el texto completo de la mencionada sentencia del 9 de octubre y de analizar y sopesar sus consecuencias, expidió el 19 de octubre de 1990 el Decreto 2480 “Por el cual se modifica y adiciona el Decreto 1926 de 1990”. Dispuso en este Decreto el uso del llamado “tarjetón” en las elecciones del 9 de noviembre. E introdujo una completa modificación al texto de la papeleta señalado en el Decreto 1926, en el sentido de excluir aquello de que la Asamblea “estará regulada por lo establecido en el Acuerdo Político sobre la Asamblea Constitucional incorporado al Decreto 1926 de agosto 24 de 1990”.
El 9 de noviembre de 1990 el pueblo abrumadoramente sufragó a favor de la convocatoria de una Asamblea Nacional Constituyente y eligió a los 70 Delegatarios que la integraron. Escribí al respecto, en mi libro citado:
“Una característica especial de esa Constituyente es la de que su trabajo es pro témpore, vale decir, por un periodo determinado, pues en el acto de su convocatoria se dijo, en armonía con el artículo 2º del Decreto Legislativo Nº.2480 del 19 de octubre de 1990, que la Asamblea “sesionaría entre el 5 de febrero y el 4 de julio de 1991”.
“El pueblo de Colombia, en ejercicio de su poder soberano, representado por sus delegatarios a la Asamblea Nacional Constituyente, invocando la protección de Dios, y con el fin de fortalecer la unidad de la nación y asegurar a sus integrantes la vida, la convivencia, el trabajo, la justicia, la igualdad, el conocimiento, la libertad y la paz, dentro de un marco jurídico, democrático y participativo que garantice un orden político, económico y social justo, y comprometido a impulsar la integración de la comunidad latinoamericana, decreta, sanciona y promulga la siguiente Constitución Política de Colombia”.
Apartes de un ensayo lúcido y profundo del historiador Arturo Matson Figueroa.
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