Revista dominical


Mis recuerdos de mi compadre Alejo

JUAN GOSSAÍN ABDALA

22 de noviembre de 2009 12:01 AM

Alejo fue quien arrulló los días de nuestra infancia. A mi casa de San Bernardo del Viento llevaron una muchacha del monte, llamada “La Mami”, pizpireta y alegre, encargada de cuidarme, de prepararme la avena y fumigar el dormitorio a las seis de la tarde con una bomba de insecticida o con humo de ramas de matarratón para espantar los mosquitos de agosto. “La Mami” jamás intentó dormirme con las clásicas canciones de cuna sino con unos vallenatos roncos, cerreros y legendarios que cantaba un hombre famoso en los confines de los pueblos costeños. Mi primer recuerdo, entre brumas y telarañas, son los compases parsimoniosos de “La hija de Amaranto, la hija de ese buen amigo…;” Puedo decir, a boca llena y con el pecho henchido de orgullo, que Durán fue mi amigo desde aquel mediodía de sofocación en que lo conocí en el Festival Vallenato. Me quedé con la boca abierta. Ese hombre, que tenía una casqueta de oro en cada colmillo, era el personaje que yo más admiraba en la vida. Yo, periodista neófito, pero afortunado, el milagro se me aparecía en persona en mi primer trabajo de reportero. El lápiz me temblaba de la emoción y los nervios, sobre la hoja de la entrevista. -Maestro, le pregunté, titubeando-, ¿usted de dónde es, por fin: del Paso o de Planeta Rica? Su respuesta fue un poema al natural. Un verso primitivista, un canto a la vida. Se me quedó mirando con cierto aire de compasión, y me dijo, con su vozarrón de trueno, con acento paternal: -Vea joven: uno es de donde lo quieran... Ese día comprendí que, con música, Alejo era uno de esos seres humanos excepcionales que se pueden encontrar en los caminos del mundo. La mejor de sus virtudes no era su canto de juglar sino la dulzura que transmitía. Era como un abuelo manso y grande, tierno y sonriente, con un enorme anillo de oro en la mano derecha y su sombrero de vueltas que parecía una sombrilla. Nadie cantó como él las crónicas de un vallenato. Su voz era profunda y fresca, casi ronca, de campesino viejo, sin afeites ni maquillajes. Fumaba “Piel Roja” todo el día, hasta que la civilización lo empujó al “Marlboro”, pero jamás se tomó un trago. El pueblo, sencillamente lo amaba como se aman los elegidos. Estaba sintonizado en línea recta con el alma popular. Era bueno como el pan y la lluvia, como la mota blanca que floreaba en los algodonales de Codazzi Un día en Bogotá, Alejo me llamó por teléfono. Había venido a trabajar con su acordeón en un baile. Quería, según me dijo, que lo acompañara a hacer una diligencia urgente. Lo percibí ligeramente extraño y enigmático. No me quiso decir de qué se trataba. Nos encontramos media hora después en la puerta de un banco. Lo que Alejo necesitaba era cambiar un cheque con que le habían pagado la fiesta. Pero, como fue siempre, niño grande y casi encorvado, le tenía miedo a la gente, a la cajera, a los empleados, a los taxis, a los edificios, a ese universo extraviado que anda por las calles, a la luz de los semáforos. Le hice el favor mientras él, asustado, esperaba en un rincón de la oficina. Alejo no era el mejor ejecutante del acordeón. Lo superaba la maestría de Luis Enrique Martínez, la limpieza musical de Colacho Mendoza, la habilidad d Naferito, su propio hermano. La magia de Alejo, lo que lo hizo insuperable, lo que lo convirtió en una leyenda cuando todavía estaba vivo, es su alma. El cariño que le ponía a la canción. El cariño que le tenía a su “pedazo de acordeón”. Por eso, nadie pudo cantar como él cantaba los versos bellos y adoloridos, estremecedores de “Alicia adorada”, en los que Juancho Polo Valencia hacía la elegía de su esposa muerta. Alejo Durán forma parte de los mejor del alma colombiana. Era tan inocente que una vez, en Barranquilla, nos pusimos cita para hacerle un reportaje, y a última hora se me escondió en el baño del hotel. Después, él mismo, muerto de la pena, contó que lo había hecho porque descubrió que yo estaba llegando con un fotógrafo. A Alejo los médicos le habían ordenado ese día que tenía que usar unos horribles anteojos de aumento con montura de concha. -las muchachas, compadre, me dijo, no se enamoran de los viejos con espejuelos…; y nunca los usó. Olvidaba decir que tuve la gran fortuna y honor no de que yo fuera su compadre, sino de que él fuera compadre mío. * Este texto magnífico del gran periodista y escritor Juan Gossaín fue publicado por Parranda Vallenata.Com.

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