Revista dominical


Nadie más cartagenero que el mello Escalante y El Panti

ENRIQUE E. BATISTA J.

10 de febrero de 2013 01:14 AM

Hoy Jorge Escalante  se ha unido a  su hermano  Roberto, gemelo idéntico,  en la Casa del Señor.
Los mellos Escalante y yo crecimos juntos. Enantes las madres nos llevaban en las tardes a los parques para la socialización y la recreación. A la sazón,  yo  vivía en el Callejón de Meza, en la subida que va del Playón Grande (donde se hicieron tantos y tantos  buenos peloteros nuestros) a la Calle del Tren (como se llamó entonces, lo que hoy es la Avenida Pedro de Heredia) y el Barrio De Lo Amador. O sea, a media cuadra del muy bello Parque Santander, cubierto con bellos y muy altos árboles de pino, cuyas piñas usábamos como  perfume natural y como repelente de mosquitos al frotar su aceitosa esencia sobre nuestras pieles.
Ellos, los Mellos, vivían  en una construcción palafítica en la parte de atrás de la Agencia Ford de Elías Juan, erguida sobre los playones que  la pleamar dejaba en el ir y venir de las aguas por acción de Selene, la diosa de la noche y de las mareas.  Ida  la marea alta, bandadas de chorlitos y garzas llenaban los playones  con los  diversos nutrientes que la dicha cosmológica de las mareas les prodigaba.  El camino entre la parte trasera de “Elías Juan”, como llamábamos a la construcción del salón de exposiciones de vehículos Ford con su respectivo taller,  era un puente de unos 80 centímetros de alto, construido con las misma madera, sobrantes que entregaba la propia naturaleza y no la deforestación criminal de los manglares tan abundantes en esa época en lo que se denominaba el caño de Manga. Tierra de nadie, tierra de todos, que los urbanizadores se apropiaron después para construir casas y edificios, sin que autoridad impidiese el pillaje, playones que el mello Escalante recuperaba  para todos  ya que los conoció y creció  en ellos.
En las tardes, como anoté, la mamá de los Mellos y la mía se encontraban en el Parque Santander, tomando el fresco del atardecer, sentadas sobre las bellas bancas que tenía el hermoso lugar de recreación, otrora guardado por la estatua del General Santander, estatua que fue llevada con impunidad imperdonable a la entrada de Bocagrande, donde ahora yace, incógnito, en lugar de orgullos, presidiendo el Parque que bien llevaba su nombre. Se construyó una muy mal llamada avenida, que la dirigencia cartagenera, caterva de pendejos y no águilas caudales, permitió hacer para separar a las murallas de su connatural compañero, el mar Caribe. Hoy, como se observa en  Las Tenazas,  hasta la mitad  de las murallas están desaparecidas, cubiertas  por las arenas de nuestro mar.  Tocará deshacernos de la nefasta avenida para que el mar y las murallas, en su connubio  amoroso eterno, conversen y el patrimonio de la humanidad no se lo trague el infortunio de las decisiones de quienes pusieron asfalto en lo que eran dunas y campos de recreo para quienes estudiamos en el centro amurallado.
Cartagenero raizal, de esos que llevan adentro el amor genuino por la ciudad y sus gente, el mello Escalante era intolerante con este tipo de decisiones; lo señaló y combatió en los cerca de 50 años en que mostró las realidades de la ciudad natal al resto de los cartageneros e inmigrantes a la misma.
Los mellos, Jorge y Roberto, y yo  dimos nuestros primeros pasos en el Parque Santander, no podía ser de otra manera ya que los lodazales del barrio De Lo Amador y las inundaciones del ir y venir de las mareas ahogaban al palafito no lo permitían. Jugábamos  en el  hermoso kiosco   del parque y montábamos en la fuente de los leones, los mismos que todavía se ven, hacia el frente de la casa de Don Vizo. Compañeros de juego eran los más jóvenes de los Villalba Bustillo que  vivían en bella casa frente al parque. Recuerdo que mi hermano Fulgencio aprendió a montar bicicleta en ese parque  en una que prestada por los Villaba le permitía dar una que otra  vuelta.
El palafito de los Escalante era separado del barrio de Manga por el caño ya mencionado. En bajamar podíamos ver las películas del Cine Manga desde este lado del caño encaramados en una rústica troja; no importaba la embarrada, ni que  no alcanzáramos a oír   el sonido o a leer  los subtítulos de las películas. En todo caso veíamos las películas  y la parte que no entendíamos, nos las imaginábamos, lo que hacíamos en  los playones, por lo común los sábados,  cuando después de robar mangos en Manga los disfrutábamos bajo la sombra de los frondosos árboles de higuito que rodeaban la ermita del Pié de la Popa y la inmensa casona que una época albergó al SIC del General Rojas Pinilla y al después denominado DAS.
La rutina de los sábados era posible cuando no estaba yo voceando periódicos bajo el abrasador sol Caribe: En otras oportunidades imitábamos a chorlitos y garzas  desenterrando almejas y caracoles; las primeras las comíamos con limón y sal, los segundos los poníamos a hervir en fogones improvisados atizados por  los leños fáciles de recoger cuando se debilitaba la fuerza  atrayente de la luna, y la marea, cual can obediente, se retiraba al cauce central que la naturaleza le había asignado.  No se salvaban los cangrejos cuyas  huevas y muelas  tostadas hacían de delicias con las mismas gotas de limón. A esa ingestión abundantísima de mangos, almendras, higuitos y  mariscos, tan abundantes y  generosamente entregada por los cuerpos de agua internos de Cartagena, atribuyo yo no haber crecido en suprema desnutrición en mitad de la pobreza suma de mis primeros años de vida compartida por ocho hermanos (huérfano yo de padre desde los tres años).
Eran los mellos Escalante de  brillante inteligencia y lectores asiduos de periódicos y libros de cuento que se les cruzara por el camino. En la colección que tenían de Tarzán, Batmán, el Hombre Plástico y muchísimos más, gasté yo bastante tiempo en sano entretenimiento al lado de los mellos. Ambos eran excelentes dibujantes, que en clases de dibujos y en  otras tareas nos ayudaban a salir de embrollos a quienes carecemos de tan divino don. No había revista de caricaturas, más las del suplemento dominical que yo vendía, que los mellos Escalante no tuvieran. Si  se preguntaran donde nació Jorge como caricaturista, la respuesta está ahí: Desde siempre una habilidad excepcional para dibujar y una inmensa colección de revistas que  su madre y su papá Elías le incrementaban  constantemente. Su personaje El Panti, inicialmente en tira cómica, ya estaba preconcebido por sus contactos primigenios con las caricaturas y las columnas de los periódicos que leía desde entonces.
Cuando llegó la época de ir a la escuela, nuestras respectivas madres nos matricularon en la Enrique Olaya Herrera, la cual quedaba en la intersección de la vía de El Toril con la Calle del Tren. Ahí nos encontramos con el Jet Parodi y con Oleas; los cinco (estos dos, los mellos y yo) nos disputábamos con César Yepes (primo de Oleas) el primer puesto; ninguno quería fallar en lección alguna.  Más adelante, entramos todos cinco, más Yepes, al Liceo de Bolívar, para graduarnos de bachiller. En algún lugar Roberto se nos quedó un año atrás.
El Kiosco del Parque Santander y los muros  de las vitrinas de la Agencia Ford de Elías eran lugares muy frescos para estudiar en las noches. Ahí nos encontrábamos, entre otros que recuerde Fulgencio, el Jet Parodi, los mellos y yo. Ahí pulimos nuestras mentes, enriquecimos nuestros saberes y compartíamos anécdotas y chistes.
En vacaciones o los fines de semanas nos encontrábamos el Jet Parodi, Jorge y yo en una tiendita frente al parque, al lado de la casa de los Villaba Bustillo,  para tomarnos algunos tragos. El Jet y yo con ron blanco (con sorna seguramente no merecida algunos dirán que ñeque o ron de Ojito),  y Jorge con cerveza. De ahí salíamos casi cada noche a recorrer las calles De Lo Amador  para hacer amigas y conseguir novias. Después de regresar de la excursión de 1962   Jorge andaba por esas calles polvorientas o fangosas con un radio transistor (expresión de usanza en la época), comprado en San Antonio - Venezuela,  pegado cada vez más  a la oreja mientras más se debilitaban las pilas. También empezó su costumbre de llevar  la Santa Biblia en una mano y en la otra una cerveza; un par de tragos del deliciosos fermento, decía, es una manera de dar gracias al Señor.  Bien conocida es la anécdota, relatada por el mismo, de cómo usaba el santo libro, sin ninguna intención  impía o profana, como billetera.
Hace 50 años, en 1963, nos vinimos él, el Jet, Solano, Arrieta, Sepúlveda, Leopoldo, Fulgencio, Hugo,  Luján y muchos más a estudiar a la Universidad de Antioquia. Yo en el programa de Sociales, Solano y Hugo  en el de Matemática (al que se sumaría Oleas un año más tarde), El Jet, Arrieta, Luján y Jorge al de Biología y Química.  Jorge, como siempre, se destacó como buen estudiante; realizó con éxito sus dos primeros años, para el tercero no apareció en Medellín, nos quedamos esperándolo. Nunca nos dio una razón, ni clara ni como excusa, porque nunca dio una, de por qué no finalizó sus estudios.  Siempre inferí que le hacía falta su Cartagena, era donde quería estar;  no alejado dos años más de su terruño, el “noble rincón de sus abuelos”. Quiso quedarse ahí retratando a diario la cotidianidad de su esencia cartagenera.  No hay nadie más cartagenero que él y El Panti. Los dos son una misma persona, el uno alter ego del otro en unión inseparable. La opinión cartagenera mostró a El Panti como uno de los diez personajes más reconocibles del siglo XX. Abandonó sus estudios universitarios para hacer lo que él quería ser y siempre fue: Un dibujante, un caricaturista formado desde niño en la inmensa biblioteca de libros de cuentos, caricaturas y columnas de periódicos, un amante de su ciudad. El espíritu religiosos  católico que lo guió en su vida, acompañado de espirituosa bebida, le dieron la vigencia que adquirió a ser capaz de leer la vida interior de la ciudad y ser leído a diario por medio siglo.
El sustantivo “escalante” hace referencia a quien escala, a quien sube a grandes alturas. Siguiendo al mandato de su apellido, eso hizo Jorge, subió a las grandes alturas del periodismo gráfico colombiano, oteando desde La Popa hizo visible a diario las realidades de la ciudad que tanto amó. Hoy, Jorge, el mello Escalante, mi hermano, ha trepado a las alturas del Bien Divino, donde pertenecen las almas buenas.

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