Revista dominical


Para regar la Flor de Loto en páginas blancas

FERNANDO DENIS

02 de enero de 2011 12:01 AM

La India, uno de los territorios más poblados del globo, es un país de misterios y de símbolos, donde la religión es una arte poética del espíritu. Una poética impresionante donde confluyen las creencias, las artes, su antigua arquitectura que parece moldeaba con palabras, y las costumbres de millones de indios que fluyen por sus calles como un río, como el Ganges sagrado. Para el latinoamericano es una suerte de hechizo entrar en esa fábula milenaria, en su música interior, en su magia. Desde sus paisajes que nos parecen remotos o el silencio gravitacional de sus templos, India es un paraíso interior, sagrado, que marcha hacia la búsqueda de la esencia y deja de lado la contaminación del mundo exterior, que le es accesorio como un adorno. Por eso es el país espiritual. Sólo el espíritu puede reclamar la belleza del mundo, lo demás incomoda. Por eso espíritus como el de Kipling o el de Tagoré, ambos premiados con el Nobel de Literatura, dan testimonio de la vasta universalidad de un lenguaje poderoso y acaso único en sus dimensiones, ambos provenientes de la tierra, del núcleo de sus raíces, amparados en la vasta naturaleza de sus paisajes y en la fe ancestral de su sangre primitiva.
Flor de Loto, Historias desde Asia, es un fresco narrativo donde se conjuga con pasión y lucidez la epopeya azarosa de un sueño latinoamericano en el continente asiático. Al igual que Henri Michaux narrando su bárbaro y lúcido peregrinaje, Juan Alfredo Pinto traza con sutileza las costumbres y los credos de una región sobrecogedoramente extraña y las circunstancias de unos personajes que sufren el desarraigo social y se ven involuntariamente sometidos a las situaciones más diversas. En una prosa franca y directa, nos adentramos en un portentoso crisol de aventuras digno de la mejor tradición india, donde el lector es llevado subrepticiamente por los rincones más espeluznantes, otras veces exóticos, acechado por el asombro de ese universo variopinto que a veces parece un sueño y otra veces no. Hay personajes inolvidables como Fiorella, tan hermosa como la mítica Remedios de Gabriel García Márquez; o Susana, la pintora, capaz de enfermar de belleza ante un color. “Majira” es un relato prodigioso desde las primeras líneas:
“Había superado todas las enfermedades desde la infancia, excepto una, la adicción al color azul”. Cuando Susana entra el bazar de Samarcanda, uno de los mercados más fabulosos del mundo, no parece que fuera a comprar algo sino que se internara entre los vendedores y las colmenas en busca de la sombra de Tamerlán para pintarlo, para hacerlo suyo como todo lo que observa de manera fundamental.
Cuando conocí a Juan Alfredo Pinto me invitó a cenar y fuimos a un bonito restaurante de Bogotá. Me hizo leer “ Majira” esa noche. Y luego entendí por qué me lo hizo leer ahí mismo. La protagonista tiene una percepción del arte, del color y su naturaleza fantasmagórica muy parecida a la que yo tengo cuando escribo mis poemas. Me sentí intimidado, sumergido en los renglones de aquella prosa que fluía entre pinceles, sueños y dolores. Entonces supe que tenía el deber de ir a la India, el país donde los colores encuentran su fundamento, donde palpitan la sombra y la luz de la historia del arte con un rigor casi metafísico. Aquí me detengo, en esta línea, y miro al cielo, casi en la margen de la página como si estuviera en la orilla del rio sagrado, el Ganges.
Octavio Paz, poeta y ensayista mejicano que había encontrado su estética en el surrealismo, escribió un libro de ensayos, enigmático y agudo, “Vislumbres de la India” ,como resultado de su estadía en el país asiático. Recuerdo una línea suya muy memorable, un verso, que alguna vez leí y que no he podido olvidar: “Un mundo nace cuando dos se besan”. Los dos que se besan pueden ser dos continentes, y esta puede ser la eclosión súbita que invadió poderosamente la sensibilidad del narrador de “Flor de loto”, que movido por la intuición y poseído por su inquietante acerbo literario, intenta de manera ensoñadora que dos continentes se cortejen a través de la palabra, que a través del genio creativo se junten y se amen como dos febriles adolescentes.
Al igual que Octavio Paz, Juan Alfredo ejerce las labores diplomáticas de su país como embajador de la India, y en ratos de soledad y ocio deja correr la tinta y describe su asombro. Lo perturba la belleza y sus cambios de ritmo y ha encontrado en la prosa un refugio encantador más allá de las escuelas literarias y de la academia. Inquieto, merodea por la prosa de su libro como en una tienda de antigüedades, compra sueños en bruto, los pule y se los vende al que vive en una acera de la fábula, además les encima tesoros escondidos en el lenguaje, mitos esotéricos sobre el sexo y la música, y también cadenciosas imágenes escondidas en su mitología personal. Sus personajes de alguna manera me recuerdan a los de Marcel Schwob, que inquietan y asombran sin mucho esfuerzo desde los más intrincados laberintos del relato, devotos de una pasión o una soledad que los empuja a ser testigos de su época bajo un trasfondo de magia, queriendo ser artífices de su propio destino. Estos relatos asiáticos que hoy ven la luz en su versión inglesa, son las “vidas imaginarias” de unos seres que parecen pertenecer a la biografía trasegada del autor, a las reliquias de su memoria. Pienso que a Kipling, como a su lector más afortunado, Jorge Luis Borges, le hubiera encantado la lectura de estos relatos extraños y maravillosos.
Entrar a este libro es abrir una puerta y hallar más allá de sus líneas, del tejido que va trazando con madeja de distintos colores, una metáfora de los estados de ánimo de dos culturas y su fragmentada soledad histórica. Está, por ejemplo, la inocencia inicial de aquel que llega con sus sentimientos intactos a explorar un universo nuevo y que luego se contamina del entorno, pero yo percibo que mucho más importante que las situaciones, más allá del destino al que van encaminados los personajes, hay un hilo delgado que envuelve todo el libro de manera admirable: es la sutil manera como a estos seres les van cambiando los sentidos, como adquieren un percepción distinta de las cosas, cómo agudiza el tiempo sus matices. La palabra está en el aire y no la vemos, pero es ella la que da poder a todas las cosas, la palabra transforma. Y en la India la palabra es esencial, ya que sus símbolos enriquecen el espíritu y su intrínseco poder para comunicarse con la divinidad. Y es esta palabra india extraña y minuciosa que flota en el aire la que reclama del latino o de cualquier extranjero otro grado de conciencia, despertar ante la fugacidad de los instantes. El aire de la india está lleno de misterios, y en estas narraciones se percibe eso, de qué manera su atmósfera intemporal como un recuerdo mina en la conciencia de estos seres que andan buscando algo, y sabemos que en el fondo se están buscando así mismos. En “Flor de loto” también abruma placenteramente el derroche verbal sobre las costumbres, la cocina india, la música, el budismo, los poetas, la política, sus parajes conservados bajo el cielo como una reliquia y sus callejones cargados de historias.
El destino de los libros es tan misterioso como la pasión de sus autores, van trazando un mapa imperceptible por el bosque de la memoria hasta llegar a nuestras manos. No sabemos qué lenguas o dialectos de oro los intuyen, qué asombros detrás de la palabra nos espera. Entro a este libro como quien entra a una postal vista en el sueño, visito sus páginas en busca de la flor que brilla en el jardín inmenso y antiguo del poema y el conocimiento.

 




 

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