Los habitantes de la ciudad nos habíamos acostumbrado a la garganta metálica que anunciaba el toque de queda. (...) Caía entonces sobre la ciudad amurallada un silencio, grave, inexpresivo.
Un largo silencio duro, concreto, que se iba metiendo en cada vértebra, en cada hueso del organismo humano, consumiendo sus células vitales, socavando su levantada anatomía. Hubiera sido aquel buen silencio elemental de las cosas menores, descomplicado; ese silencio natural y espontáneo cargado de secretos que se pasea por los balcones anónimos. Pero este era diferente. Parecido en algo a ese silencio hondo, imperturbable, que antecede a las grandes catástrofes. Hundidos en él sólo oíamos el ruido rebelde, impotente, de nuestra respiración, como si allá afuera, en la bahía, estuviera aún Francis Drake, con sus naves de abordaje.
La madrugada – en su sentido poético– es una hora casi legendaria para nuestra generación. Habíamos oído hablar a nuestras abuelas que nos decían no sé qué cosas fantásticas de aquel olvidado pedazo del tiempo. Seis horas construidas con una arquitectura distinta, talladas en la misma sustancia de los cuentos. Se nos hablaba del caliente vaho de los geranios, bajo un balcón por donde se trepaba el amor hasta el sueño de los muchachos. Nos dijeron que antes, cuando la madrugada era verdad, se escuchaba en el patio el rumor que dejaba el azúcar cuando subía a las naranjas. Y el grillo. El grillo exacto, invariable, que desafiaba sus violines para que cupiera en su aire la rosa musical de la serenata. (...)
Desde ayer, afortunadamente, no oímos el toque de queda. Ha sido suspendido precisamente cuando se había incorporado a las costumbres de la ciudad. Muchos sentirán nostalgia por esta destemplada y obligante serenata. Otros volverán –volveremos?– a las visitas, recuperaremos nuestra agradable disciplina para esperar la madrugada olorosa a bosque, a tierra humedecida, que vendrá como una nueva Bella–Durmiente deportiva y moderna. O tal vez, seguros de que ya nada nos impedirá trasnochar, nos iremos a dormir mansamente –extraños animales contradictorios– antes de que los relojes doblen la esquina de la medianoche.
Revista dominical
Punto y aparte - mayo de 1948
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