John Jairo Junieles, recuerda sus encuentros en Cartagena de Indias con el nuevo Premio Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa. Junieles hizo parte del grupo Bogotá 39, que reunió a los 39 escritores más representativos de la nueva literatura latinoamericana. Tenía veintitrés años y mis amigos me confundían con un pastor evangélico, porque me veían todo el tiempo con un libro gordo bajo el brazo: La ciudad y los perros. Buscaba mesas de cafeterías, comedores de supermercados, y bancas de parques para leer esa novela. Escribía comentarios al margen de sus páginas, rayaba párrafos enteros y hacía dibujitos, buscando desarmar el juguete que tenía entre manos para poder descubrir su magia. Quiso el azar que para entonces pudiera conocer su autor, Mario Vargas Llosa, en 1993, cuando vino a Cartagena de Indias para presentar Los cuadernos de Don Rigoberto. Aquella tarde los asistentes escuchamos a Vargas en el Museo de Arte Moderno. Recuerdo que allí también estaban Jorge García Usta, Fredi Badrán, Gustavo Arango, Gustavo Tatis y Alicia Haydar, entre otros. La conferencia se convirtió en coctel de bienvenida. Un grupo de amigos charlábamos en un rincón, cuando él vino hasta nosotros y se presentó. Normalmente soy muy retraído, mi hermano dice que me faltaron cinco minutos para ser autista, pero gracias al efecto del licor superé mi sobresalto, y empecé a conversar con Vargas Llosa. En algún momento los dos mencionamos a César Vallejo. Entre firmas de autógrafos, y saludos incidentales, nuestra conversación siguió toda la noche. Duramos, casi todo el tiempo, recordando con mutuo gozo los cuentos de Julio Ramón Ribeyro. Luego caminamos las estrechas calles hasta el vestíbulo del Hotel Santa Teresa, donde él se alojaba. Antes de despedirnos, Vargas me escribió en un papel su dirección en Londres, para que siguiéramos en contacto. Al pasar los días me di cuenta que había perdido el papel. He pasado toda la vida intentando escribir lo mejor posible, poniendo a trabajar las manos al ritmo de la memoria y buscando descifrar los dictados de la intuición. En los años que vinieron leí con entusiasmo a muchos autores, pero a ninguno con tanto fervor como a Vargas Llosa: En las hondas noches bogotanas, cuando en las madrugadas frías sólo escuchaba el lamento de las palomas, las sirenas de ambulancias, y mi propia respiración. En las bibliotecas canadienses, cercado de montañas nevadas, donde también descubrí el otro Caribe, el que sólo revela la nostalgia. Con el tiempo hallé primeras ediciones de sus libros en Bogotá, Madrid, México D. F. y Guadalajara. Novelas y crónicas que usé como mapas sentimentales, cuando mis zapatos agotaron la ciudad de Lima, es decir, las muchas ciudades que son Lima. Algunos tienen en sus paredes al Sagrado Corazón de Jesús, Iron Maiden, Lionel Messi, Bob Marley, o el poster de Natural Born Killers. Para mí, tener que escribir el mundo para poder creérselo sigue siendo un oficio de locos, en esa tarea, Mario Vargas Llosa hace parte de mi santoral privado de artistas necesarios, de escritores urgentes. Leyendo sus entrevistas, los tres tomos de su periodismo en “Contra viento y marea”, he sido testigo de su misticismo contagioso por la vocación de escribir, la coherencia ideológica entre su pensamiento y sus posiciones, donde prima una defensa empecinada por la libertad del individuo frente a las formas del poder. Diecisiete años después, durante el Hay Festival de Literatura de Cartagena, en el 2010, volví a encontrarme con el autor de “Los Cachorros”. Primero en la Casa de Huéspedes Ilustres, a donde llegué como periodista. En esa ocasión fui yo quien tomó la iniciativa. Le ayudé a recordar nuestro primer encuentro, hablamos de sus obras, y terminó firmándome cuatro primeras ediciones de sus libros, que yo había llevado esa noche en una mochila, cruzando hasta los dedos de los pies, para que el milagro ocurriera. Esta vez fue Patricia, su esposa, quien me escribió su dirección electrónica en un papel. Le prometí a los dos que esta vez no lo perdería, que había aprendido que las segundas oportunidades en la vida, son muy escasas, a menos que uno trajine por ellas. Días después nos vimos en el Hotel Santa Clara y a la salida de sus conferencias en el Teatro Heredia-Adolfo Mejía, pero para entonces los cientos de periodistas, escritores y lectores lo volvieron inabordable. Empezamos a vivir la vida, inadvertidamente, imitando a la gente de nuestro diario vivir. Así ocurre con el aprendizaje de un arte u oficio. Así le pasó a García Márquez con Faulkner y a Vargas Llosa con Flaubert. En ese propósito, el ideario de Vargas Llosa siempre ha renovado mis fuerzas. Basta recordar su convicción frente a la incertidumbre para que reviva el coraje. No soy el mejor de sus alumnos, pero leo con esmero todo lo que escribe, como si asistiera a una de sus clases. Fue y seguirá siendo santo de credo en las horas de vacilación, cuando pienso en lanzar por la ventana el aparato de escribir. Yo que nací sin luceros en la frente, que pienso haber vivido más de lo que siempre esperé vivir, tengo esos dos encuentros con Vargas Llosa en mi álbum personal de momentos felices. Ahora que miro la foto que nos tomó el periodista Miguel Velardez, del diario La Gaceta de Argentina, donde aparezco hablando con el nuevo Premio Nobel de Literatura, me veo a mí mismo como una especie de Forrest Gump, alguien que por accidente tuvo la suerte de conocer a una figura histórica. Felicitemos al cuentero, al hablador de la tribu, al ciudadano Jorge Mario Pedro Vargas Llosa, porque cuando se asoma por su ventana londinense o madrileña, en realidad mira hacia su memoria, donde están los rostros e historias de América Latina. Seguiré leyéndolo, mientras nado en el calor de los buses cartageneros, sobreviviendo a sus homicidas equipos de sonido, en las filas de los supermercados, en las cafeterías de cualquier lugar del mundo, convencido de que la literatura enriquece nuestra vida, y nos ayuda a seguir buscando el mejor de los mundos posibles.
Revista dominical
Vargas Llosa, recuerdos del hablador
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