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Alejo Durán, a ritmo de jazz

Por cumplirse, en 2019, cien años del nacimiento del juglar magdalenense, el “VII Festival Voces del Jazz”, que se realizará del 28 al 31 de agosto, le rendirá homenaje subiendo su música a lo más alto que el sonido caribeño puede alcanzar.

RUBÉN DARÍO ÁLVAREZ P.

25 de agosto de 2019 12:00 AM

Buscar coincidencias entre el jazz y lo que hizo el juglar vallenato Alejo Durán puede resultar un ejercicio forzado. Sin embargo, intentemos para ver si encontramos algo que una este ritmo vernáculo con el género universal. Los expertos podrán opinar, ampliar o debatir.

Es posible que al final del texto las coincidencias no existan, y solo sea un rebuscado análisis que pocos entiendan; y que para poder empezar a descubrir esas coincidencias lo mejor sería asistir al VII Festival voces del jazz, donde 17 bandas han preparado 17 obras inspiradas en la figura y música del legendario juglar y primer rey del Festival de la Leyenda Vallenata (Valledupar, 1968).

En el evento muchas de sus obras se escucharán con un ropaje diferente y con las sensibilidades de geniales jóvenes artistas que provienen de Bogotá, Pasto, Armenia, Pamplona, Pereira, Barranquilla, Manizales, Bucaramanga, Tolú y Cartagena. Esas bandas han venido preparando, dentro del repertorio que interpretarán, piezas archireconocidas del acordeonista magdalenense. Sin duda, será un homenaje diferente y original para recordar a un artista que encontró en la música una manera de transformar sus sentimientos, vivencias, creencias, tristeza y alegría.

El VII Festival voces del jazz se realizará del 28 al 31 de agosto en Cartagena de Indias, en el Centro Comercial Caribe Plaza y en la sede de Bellas Artes. Serán cuatro noches de maratónicas jornadas de jazz donde cada banda interpretará, en un concurso, lo mejor de su repertorio con el fin de conocer en qué anda y qué se hace en este género en el país y para demostrar cuál es la mejor agrupación traduciendo al jazz al viejo Alejo.

Este festival, que sigue creciendo en público, es organizado por la Fundación voces del jazz, se organiza gracias al Centro Comercial Caribe Plaza, la Universidad de Cartagena, la emisora UDC Radio, y la Corporación Cultural Champeta Criolla.

El homenajeado

El nombre de Gilberto Alejandro Durán Díaz (El Paso, Magdalena, 9 de febrero de 1919; Montería, Córdoba, 15 de noviembre de 1989) es, sin lugar a dudas, el más popular entre los juglares que integraron la pléyade de acordeonistas que tocaban, cantaban y erraban por los pueblos del Caribe colombiano.

Al lado de creadores como Abel Antonio Villa, Luis Enrique Martínez, Emiliano Zuleta Baquero, Antonio Salas, Juancho Polo Valencia, Chico Bolaños, Lorenzo Morales, Náfer Durán, Chema Martínez y Antonio María Llerena.

Siempre se le conoció por el escueto, pero contundente nombre de Alejo Durán. Con el paso del tiempo, y por el cariño y la admiración que fue sembrando en los corazones de los amantes de la música de acordeón, comenzaron a llamarlo “El negro Alejo”, “El rey negro” o “El negro Durán”.

Tenía claro que entre los modos de tocar el acordeón en la Región Caribe había algunas diferencias sutiles, pero jamás se preocupó por distinguirse como vallenato o sabanero. Simplemente tocaba y cantaba lo que le llegaba al corazón, para sembrar en otros corazones un poco del jolgorio de sus discretas notas y mucho de la voz profunda que se convirtió en el sello discográfico que lo hacía inconfundible.

Nunca fue ni se trasnochó por ser un gran digitador a la manera de su amigo Luis Enrique Martínez o de su hermano Náfer Durán. Sabía muy bien que ellos (y tal vez otros) lo superaban en el manejo de los botones y en la confección de bellos cantos, pero también tenía presente que su estilo era su arma y su escudo. “Me lo llevaré a la tumba”, predijo. Nadie como él para cantar un lamento. Nadie como él para acompañar con pocas notas los paseos, sones y merengues que dolían en lo más profundo del alma o que arrancaban sonrisas y hacían mover los pies en la parranda monte adentro.

Su acordeón, aunque rústicamente tocada, se distinguía a leguas. Solo con que se oyeran las primeras notas, ya se sabía que se trataba del negro Alejo. Precisamente, una de sus críticas respetuosas hacia los jóvenes acordeonistas era su poca preocupación por forjarse una identidad sonora, un sello hasta en la manera de escoger las palabras que conformarían una canción. “Si antes éramos diez acordeonistas –sentenciaba--, éramos diez estilos. Pero ahora, para saber quién está tocando, hay que esperar a que salga la voz del cantante. Porque esta es otra cosa: los acordeonistas no quieren cantar. Y a los cantantes se les mete un solo lloriqueo cuando van a dirigirse a una mujer. Hombe, a la mujer no se le llora, se le canta”.

El negro Alejo era hijo de Náfer Donato Durán Mojica y Juana Francisca Díaz Villarreal. Ambos estaban relacionados con la música folclórica del Caribe colombiano, pero, a juzgar por ciertos indicios discográficos y relatos ancestrales, parece que fue la madre quien más influyó en las inquietudes musicales del futuro rey vallenato. Juana era cantadora y bailadora de toda la gama del bullerengue, al estilo de Irene Martínez, Emilia Herrera, Totó la mompoxina y Etelvina Maldonado, por mencionar las que más se han conocido en los años recientes.

Como un homenaje a ella, Alejo siempre se preocupó por llevar a las pastas sonoras los cantos tradicionales que escuchó en su niñez, mientras los cantaban y los bailaban los incipientes hacedores de música que andaban por los montes o se detenían en las fincas y caseríos a la luz de los mechones y bajo la caballera de la luna azulando el universo.

‘La candela viva’ y ‘Mi compadre se cayó’, por citar las más conocidas, son una muestra de aquellas creaciones (al parecer colectivas) donde la voz principal cantaba versos de cuatro líneas y un coro ilimitado de voces mantenía un estribillo que se repetía a lo largo del canto, acompañado de la coreografía del grupo.

En el segundo cuarto del siglo XX, cuando se produjeron las primeras grabaciones del negro Alejo, parece que los dueños de las disqueras se apresuraron y pusieron esas canciones a nombre suyo, episodio que se repitió a lo largo de su vida de cantante y acordeonista. Algunos admiradores, quienes componían furtivamente una que otra historia musicalizada, se complacían en regalarle sus composiciones. Pero la mayoría de las veces los productores discográficos cometían el yerro sin procurar corregirlo en las siguientes ediciones.

De todas maneras, muchas canciones que componen el repertorio de Alejandro Durán, aunque no sean de su autoría, ya se podrían considerar como tales, porque fueron cantadas y tocadas con el sentimiento y la picardía que lo caracterizaban; y quedaron tan apegadas a esas trazas artísticas y personales, que parece que hubieran surgido de su pluma.

Es probable que no haya en Colombia (o por lo menos en la Región Caribe) quien no identifique las canciones del compositor cesarense Rafael Escalona Martínez, pero en ‘Durán interpreta a Escalona’, la recopilación que publicó la disquera Fuentes a principios de los años 70, se presiente una rúbrica personal, como si las canciones hubieran salido de la imaginación de Alejo.

Y así sucedió con compositores e intérpretes como Guillermo Buitrago y Juancho Polo Valencia, a quienes el negro Alejo siempre les profesó mucha admiración: sus canciones pasaron a ser parte de la portentosa obra discográfica del juglar pasero. No obstante, todas las antologías que se organizan sobre su vida discográfica incluyen las de siempre: ‘La perra’, ‘La mujer y la primavera’, ‘Fidelina’, ‘Joselina Daza’, ‘El verano’, ‘Dile que no me llore’, ‘El caballo pechichón’, ‘Mi pedazo de acordeón’, ‘La cachucha bacana’, ‘Sielva María’ y ‘Mírame fijamente’, entre otras de obligada mención.

Hubo otras, como ‘Rosa Angelina’ y ‘Nube viajera’, que tomó de folclores diferentes, para ponerles ropaje vallenato y no fueron experimentos fallidos. Allí también caben fusiones (cuando todavía este término no estaba de moda) como el “porrocumbé” y el “jalaíto”, este último muy propio de la raigambre magdalenense, que le era muy cara a sus orígenes de vaquero cantador.

No era el mejor acordeonista ni el mejor compositor, pero nadie puede negar que su canto superaba con creces esas ausencias. Lo suyo salía de adentro, de las raíces del potrero, del lecho de los arroyos, de las tumbas de los ancestros, de la gente que, como él, sabe que lo grande se esconde en lo pequeño de la cotidianidad. Por eso, una multitud enardecida, rugió cuando no lo nombraron el primer rey de reyes de la Leyenda Vallenata. Aunque muchos años atrás ya el pueblo lo había coronado por los siglos de los siglos, amén.

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