Facetas


Crónica de los oficios perdidos en Cartagena

Recorrer una ciudad que aún no ha salido de esta pandemia, que ha puesto en jaque mate al mundo, es un peregrinaje a algo más que la nostalgia, es sentir el peso de las ausencias.

GUSTAVO TATIS GUERRA

01 de noviembre de 2020 12:00 AM

El viejo afilador de cuchillos ha desaparecido. En Cartagena han desaparecido oficios como el vendedor de escobas, rastrillos, el vendedor vespertino de pan en carretilla, el entrañable y cariñoso reciclador de hierro en su carretilla que compraba hierros viejos por unas monedas y un globo de colores. El heladero con su carrito de helados en conitos aún sobrevive en algunos barrios. El eterno vendedor de vitrolas con el disco en acetato Volver de 33 revoluciones, cantado por Gardel. El vendedor de bolsitas de maní con su fogón ambulante. El vendedor de jaulas para pájaros y trampas para ratones. El vendedor de cadenitas para perros. El vendedor de naftalina y pomadas chinas afrodisíacas con su eterno tigre pintado en la tapita roja.

Con la pandemia y en el confinamiento reaparecieron los vendedores de dominós, parqués y ajedrez, los dos primeros son juegos de azar para matar el tiempo y el último, considerado un juego ciencia para pensar. Se fortaleció en la ciudad y entre mis vecinos, la venta de peto al atardecer, los domicilios de fritos, pizzas, pandebono, etc. Con el advenimiento de las nuevas tecnologías de fin de siglo XX, desaparecieron el fotógrafo callejero de agüita, el vendedor ambulante de minutos, el escribano del Parque de las Flores, con su máquina de escribir, ya no vive escribiendo cartas de amor como a finales del siglo XIX y principios del XX, sino ayudando a redactar denuncias para pleitos y demandas. Con el paso de los años, desaparecieron los vendedores de galletas y panochas con su cocada adentro, los vendedores de globos azucarados de color rosado que solo reaparecen cuando llega el circo, los vendedores de griegas que recuerdan el grito de su creador, el señor Mármol, “¡Es que no me oyen o es que no me ven!”, el señor que vendía sánduches a la entrada del estadio, el vendedor de lámparas y mechas, el vendedor de Menticol para los calores de octubre, el vendedor de discos en acetato, el de memorias musicales, el de coco y caimito (aún sobreviven), como el vendedor de queso y plátano, el vendedor de frutas, el vendedor callejero de arroz de cangrejo y lisa, el pintor de brocha gorda, el vendedor de ají picante, el milagrero que sanaba los huesos torcidos con oraciones en la Torre del Reloj, aún sobreviven los retratistas callejeros al carboncillo y a la acuarela; los tradicionales sastres de Getsemaní, las modistas del Centro amurallado que aún remiendan la ropa descosida; los contadores de historias que se ganaban la vida en las plazas haciendo reír a la gente; los saltimbanquis y los tragafuegos de los semáforos, los artesanos y los músicos callejeros. Los vendedores de ropa de segunda mano o ropa que viene en toneladas del otro lado del mar, de Asia, Estados Unidos, ropa de Siri Lanka, París, o un lugar recóndito del mundo, y se vende barata porque ha sido adquirida no por su valor real sino por el peso total de las pacas de ropa, se venden en el mercado los sábados de esta vida antes y después de la cuarentena.

En fin, recorrer una ciudad que aún no ha salido de esta pandemia, que ha puesto en jaque mate al mundo, es un peregrinaje a algo más que la nostalgia, es sentir el peso de las ausencias. Los oficios perdidos, las muertes de quienes los ejercían y mantenían vivos. Seres sencillos, naturales, en sus puntos de trabajo, útiles, necesarios, haciendo vivible esta vida de todos. Uno no es del todo consciente de lo que se ha perdido hasta que se reencuentra con imágenes vivas de videos del pasado reciente, y la música de Joe Arroyo o Michi Sarmiento nos devuelve una franja de esa nostalgia a través de los sonidos. Como quien ve los viejos barcos de la bahía que desaparecen en la distancia del tiempo.

Los oficios tradicionales se resisten a desaparecer como el pescador que, además de construir sus canoas, las diseña con colores vivaces y carnavalescos y bautiza esas embarcaciones con el nombre de una virgen o el nombre de una prometida o de un hijo por nacer. Como el barbero y el peluquero, el pintor de letreros a mano para las fiestas y los encuentros comunitarios en los muros de Bazurto, Olaya Herrera, El Pozón o Nelson Mandela. En una ciudad donde se armaban y desarmaban barcos en astilleros, donde se hacían puntillas, fósforos, jabones y perfumes, zapatos, gaseosas, donde se vendían enormes bloques de hielo y enormes cubos de queso, donde abundaban los herreros, los ebanistas, los jardineros, los afinadores de pianos, reparadores y constructores de guitarras, entre otros, es prioritario proteger los oficios tradicionales e incentivar el ingenio empresarial con una visión incluyente y apertura ciudadana. La sostenibilidad de una tradición de oficios y costumbres es también un asunto que le compete a lo público, forma parte de ese plan estratégico y decisivo de las políticas públicas en una región y un país.

Epílogo

Como en la antigüedad, donde la gente requería que alguien se sentara a contar historias, así los oficios tradicionales cumplen su ritual y su destino en la comunidad. Siempre habrá alguien urgido de que una palabra, un color o una música lo rediman del silencio absoluto y la soledad más espantosa.

Comentarios ()

 
  NOTICIAS RECOMENDADAS