Luis José navegaba por tenebrosos mares. Aguas turbias abatían su balsa, pero siempre, siempre tenía un remo y con él seguía adentrándose más y más en aquel océano oscuro. Pronto su balsa sucumbía, lentamente. En cierta forma, él se sentía ahogado, pero no paraba de remar. Iba a ningún lugar. Pero remaba. El agua ya cubría sus tobillos, pero remaba. Un día, desde alguna isla, alguien le lanzó un salvavidas, lo rescató del azar incierto en ese mar de tiniebla y lo llevó al paraíso donde hoy viven enamorados. Luis José Villareal zarpó en ese viaje a los 17 años, en unas máquinas tragamonedas del barrio Amberes. No le da pena contarlo. Sus amigos le hablaron sobre lo fácil del póker. Probó. Echó una moneda y ganó 2 mil pesos. En adelante, y hasta diez años después, esa malévola suerte de principiante lo adentró en el mar de azares. De perder, y mucho. “La suerte de principiante es el diablo buscando la manera de que te enamores del juego. Comenzaron a pasar días, meses y años. Ya después yo no quería diez mil, sino 100, luego 500 mil y un millón. Llegué a ganarme en 5 minutos tres millones de pesos y no me servían, seguía jugando porque eso me producía adrenalina”. Entonces vivía en Cartagena y, a ese jugador empedernido, le llegó una oportunidad: estudiar una especialización en Bogotá. No lo pensó dos veces, creía que estar lejos le serviría para no dañar a su familia, para no dañarse a él. “Me decían amargado, malgeniado, yo me portaba así para que nadie me preguntara nada, sabía en el fondo que mi mamá sufría, aunque ella no sabía de mi problema. Pensé que podía ser una oportunidad para salirme del juego, pero fue peor, porque en Bogotá estaba solo”, cuenta. Solo en la fría capital.
***
Luis José, mayor de tres hermanos, estudió en un reconocido colegio privado y se graduó como ingeniero de sistemas. En Bogotá encontró su primer trabajo formal. Salario: $3.500.000. No pagaba arriendo, no tenía obligaciones. Vivía con una tía. Casi que tiempo completo gastaba su sueldo en casinos. Y es que cuando apostaba comenzaba a navegar en ese mar del azar. Así, fácilmente, podía entrar a las 7 p. m. y salir 10 a. m. del casino. Aunque escondiera todo su dinero en una caja fuerte y botara la llave al mar, siempre encontraba la forma de jugar. Siempre. “Empecé a apartarme mucho de mis amigos, de mi familia, en las maquinitas. Luego comencé a ver torneos de póker en televisión y eso me llevó a los casinos, a jugar ‘Black Jack’. Uno puede ganar y perder mucho más rápido”. Estaba enamorado del juego. Pensaba que podía ser jugador profesional de póker como los que veía en televisión y, para colmo, también jugaba por internet. “Satanás es bien sutil y empezó a darme, así, sin estabilidad laboral, tarjetas de crédito y las usaba en los casinos online”, recuerda. Llegó a un punto en que notó que se estaba perdiendo, pero no sabía cómo parar de remar en aquel océano oscuro del juego. Y sí, lo intentaba. Una y otra vez. “Pero los bancos me prestaban plata muy fácil, una vez me prestaron como 60 millones de pesos. Dije: voy unificar todas mis deudas en una sola y voy a estar bien. Lo que hice fue que me la comí jugando. Cada vez que perdía plata, alguien me llamaba a pedirme ayuda de dinero. Entonces me sentía culpable de haber despilfarrado, cuando mi familia necesitaba”.
***
Una noche, una llamada cambió todo. El celular timbró, Luis José cruzaba la puerta de un casino bogotano. Un ancla lo detuvo. Un salvavidas caído del cielo. La dulce voz de su novia en el teléfono. “Teníamos poco tiempo. Ella no sabía de mi adicción. Cuando me metía a jugar me desaparecía, pero sentí la necesidad de contestarle. Esa noche cambió mi vida, cuando me di cuenta de que había colgado el celular, ya estaba en mi casa, me salí del casino sin ninguna presión y sin que ella supiera. Desde ese momento pensé en que tenía que contarle la verdad, porque yo era una persona muy sola. Un día, después de cuatro meses, le dije: tengo que contarte algo, y comencé a llorar”. Ese mal llamado ludopatía carcomía a ese joven. Su corazón clamaba a gritos por ayuda. Entonces la mujer que tanto quería le dijo: “Debería alejarme de ti”, pero remató esa frase con un “te voy a ayudar”. La primera opción, internarse por un año en un centro especialista. Eso quedó descartado. Luego conocieron un grupo de ‘jugadores anónimos’, algo así como alcohólicos anónimos. Ahí comenzó a dar los primeros pasos. “Nunca se me olvida la angustia y el afán de un señor miembro de ese grupo, un día llegó corriendo a despedirse de todos, tenía que irse del país porque iban a matar a la familia, por sus deudas del juego. Me di cuenta de que era como un bebé en ese mundo, porque conocí gente que perdió casas, fincas, mansiones, a su familia”. Por consejo del grupo debía tener un hada madrina, y quién mejor que su novia para cuidar que no recayera. Sin embargo, Luis José sentía que le hacía falta algo para superar la adicción. “Nos decían que uno tenía que creer en algo superior para tener la fuerza para salir de eso. Entonces mi novia me dijo: ‘te voy a presentar a Dios’ y me llevó a una iglesia. Me quedó gustando la versión de Jesús que yo no conocía, para él no hay nada imposible. Me apropié de eso y realmente fue la salida. Cuando decido salir del juego, pasé dos años para decir: no tengo deudas de juego. Tengo 32 años y puedo decir que hace cinco soy libre de eso. Mira, Cristian, ya me sentía ahorcado. Es bien fuerte, llegué a perder entre 200 y 300 millones de pesos. No hay nadie en ese mundo que viva feliz, la gente vive derrotada, destruida”.
-¿Definitivamente saliste de ese mundo de las apuestas por amor?, le pregunto.
- Claro, a esa mujer no la quería perder por nada del mundo, ni siquiera por el juego y ese amor fue más grande que mi miedo a contarle. Ganó fue el amor. Decir, lo voy a dar todo por ella y si me echa, pues bueno, lo intenté. Fue ella la que me dio ese impulso. Llevamos tres años de casados, y tener una esposa y una familia después de estar tan solo, verme rodeado de amigos... para mí eso es testimonio de que para el amor no hay nada imposible.
Comentarios ()