Facetas


Cuando el escritor va al aula un colegio en Cartagena

Evocando mi infancia, me encuentro con la euforia de los estudiantes encantados con la presencia del escritor en las aulas de los colegios que participan de Leer el Caribe.

Cuando era niño, siempre soñé ver a algún escritor en carne y hueso en mi escuela. Los escritores parecían seres tan distantes, misteriosos, blindados en sus silencios y embutidos en rígidas ropas medievales. La imagen que teníamos era la de Cervantes escribiendo con delgadas y sofisticadas plumas de ganso sobre la tierna piel de las hojas que semejaban antiguos rollos de papiros. Todos los escritores que nombrábamos estaban muertos o acababan de morir, y leerlos era emprender la aventura de revivirlos en voz alta, como si la ceremonia elegíaca de cada lluvioso 23 de abril en el patio de la escuela con bandera izada fuera el ritual colectivo y fúnebre de un amoroso y entrañable ausente. Y todos los estudiantes pintábamos aquella cara seria y meditabunda de Cervantes recién fallecido ese día tan remoto de 1616, junto a un don Quijote tan flacuchento y delirante como su autor y tan desvalido como su alter ego, Alonso Quijano, enfrentado a los molinos de vientos en un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, y yo le preguntaba a mi profesor por qué Cervantes o el narrador de esta novela no quiere acordarse de ese lugar de España donde vivió miles de aprietos y persecuciones, y donde se sentó escribir, atormentado de deudas, su novela clásica y legendaria entre las rejas de hierro de una cárcel. Autor y personaje terminaron siendo el mismo, y Dulcinea sería uno de los nombres con el que llamarían a las niñas que nacían en ese tiempo, como Alejandro sería el nombre de los niños que nacieron en los tiempos de Alejandro Dumas, y María, el de quienes nacían en los tiempos de Jorge Isaacs. Los escritores eran, en mi infancia, los seres lejanos a nuestra aula escolar, no tocaban tierra, ya eran los fantasmas encantados del Olimpo, y sus libros eran el gabinete embrujado de los sueños que la humanidad había heredado. Lea aquí: Miguel de Cervantes Saavedra, el mundo celebra su palabra

Cuando el escritor va al aula un colegio en Cartagena

La vida del escritor

La vida y la percepción de los escritores del mundo ya no es la misma. Y hay una distancia abismal entre la vida de esos escritores en las noches medievales y contemporáneas del siglo XXI. Los escritores participan del sueño colectivo de una ciudad y una nación, muchas veces, combinan su quehacer diario en sus gabinetes de escritura con su misión social, siguiendo la vocación de que también la escritura es un servicio público. No solo el periodismo, la literatura también participa de la memoria colectiva y de las iniciativas públicas que apuestan al desarrollo de una sociedad cada vez menos desigual, social, económica y culturalmente. La poesía, que parece el género literario más íntimo y emocional, es también un arte de la interpretación del mundo y una herramienta para descifrar la realidad. Escribimos para no estar tan solos, para sentirnos acompañados, para que los libros sean una forma de alegría, conocimiento, y también sean la sagrada compañía para nuestra existencia, tal como lo ha sido en tiempos de peste y guerra. Sin libros, vivir hubiera sido imposible. Cada vez que abrimos un libro y lo leemos, sentimos la palpitación del corazón de quien lo escribió, su emoción, su memoria, su sensibilidad. Conversamos con el espíritu de ese autor y conjuramos las lejanías del tiempo en una intimidad que se reinventa más allá de la muerte del escritor.

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Al encuentro con los lectores

Así que no se imaginan cómo me puedo sentir por estos días, cuando al entrar a las aulas escolares de las incontables instituciones educativas de las barriadas de Cartagena de Indias o al auditorio del Teatro Adolfo Mejía, escucho el susurro de los niños preguntándole a la maestra, o al profesor de literatura, si el escritor que van a homenajear está vivo o muerto. O les impresiona que un escritor de carne y hueso, otro humilde mortal de las barriadas como yo, salga a su encuentro para acompañarlos en el gozo supremo de atender, con gratitud y humildad, el homenaje de que alguno de mis libros esté en el plan lector de sus escuelas y tenga el honor generoso de haber sido elegido como el escritor que leerán en este año, después de dos años en que la humanidad ha estado en el confinamiento incierto de la pandemia.

Lo que me está pasando es el mejor premio que un escritor pueda recibir de sus propios lectores: que un niño o una niña, nacidos en este Caribe de matrices mágicas, tenga en su regazo una crónica, un cuento, un poema o una novela en la que ellos mismos son los protagonistas. La vida misma es la fuente de todas las ficciones y de todas las aventuras creativas. La sorpresa humana no se agota porque el arte de narrar es una herencia natural de la humanidad desde las noches remotas en que Scherezada aplazaba su propia muerte ante el califa contando una historia de más de mil noches para que la tragedia de ser decapitada ocurriera más allá del cuento. De alguna manera, todos somos Scherezada en el instante en que leer es una manera festiva de aplazar nuestros dolores, derrotas o frustraciones, leer es la otra manera de apostarle a la felicidad perdida o escamoteada.

Todos de alguna manera somos Alonso Quijano cotidiano o ese enfermo de belleza que es don Quijote tras los molinos de viento de los sueños.

En el espejo de los otros

Evocando mi infancia, me encuentro con la euforia gigantesca de los estudiantes encantados con la presencia del escritor en las aulas de las instituciones educativas que participan del programa Leer el Caribe o siguen los pasos del programa Prensa Escuela del diario El Universal. Me veo a mí mismo en los rostros de aquellos niños y jóvenes que me preguntan cómo se hace un cuento o un poema, y me conmueven cuando me preguntan qué obstáculos tuve en la vida para llegar a ser escritor. Y les digo que siempre nos tropezaremos con obstáculos, muchos de ellos están dentro de cada uno de nosotros y el camino es siempre resolver encrucijadas y entuertos, la felicidad absoluta, como la paz, solo la tienen los muertos, y hay que enfrentar esos obstáculos y conjurarlos con imaginación y obstinación, sin perder el aliento de soñar y reírnos y burlarnos de nosotros mismos. Les he contado que todo escritor es, ante todo, un buen e insaciable lector que vuelve a leer una y otra vez los libros que le encantaron, como si se devolviera al lugar de la ciudad que lo hace feliz. Los personajes de ficción son, en verdad, una suma de personas de carne y hueso que se reúnen dentro de la memoria y dialogan con uno, con voces múltiples y polifónicas que se parecen a las de uno mismo. Lea aquí: Leer el Caribe, un homenaje al escritor Gustavo Tatis Guerra

Cuando el escritor va al aula un colegio en Cartagena

Suena la campana

Los estudiantes han esperado el toque de campana para salir al encuentro conmigo y darme un abrazo gigantesco, tan abrumador y emotivo, tocándome y chocándome las manos, para comprobar de veras que no ha entrado un fantasma o un muerto al salón de clases, sino un ciudadano de los sueños, un cronista de las barriadas vivientes, un amanuense de las nuevas solidaridades cotidianas que hay que reinventar con amor para depurar la tan maltratada condición humana después de la peste. Y al verme otra vez bajo los nuevos molinos de viento de este abril de lluvias y esperanzas, descubro que han pintado en las carteleras no al genio medieval clásico y universal sino a este humilde mortal de la calle larga de Sahagún que se siente orgulloso de ser Caribe, de ser un legítimo corroncho maravillado del Sinú, que come, como todos los sinuanos, sus manjares de mote de queso y sus bocachicos en todas las formas posibles, y su cabeza de gato de la infancia con tortas de casabe, ajonjolí, yuca, ñame, suero atollabuey, entre otros manjares que el río y el mar del Caribe nos proveen.

A la salida solo resuenan las voces de los niños y las niñas que siguen preguntándome secretos de la vida y de ese oficio diario como cronista en El Universal que empezó en el viejo teclado ardiente del antiguo linotipo, pieza de museo, siguió en la vieja máquina de escribir Olivetti y continuó en las pantallas del computador. Pero al final les digo que yo sigo escribiendo a lápiz como en el principio, en los cuadernos escolares de cien hojas, y en esas hojas delineo mis historias de ficción, escucho la voz de mis entrevistados para mis crónicas y dibujo con delicada paciencia en ese cuaderno que parece un mapa de trazos geométricos, los deseos incesantes de mi larga aventura con las palabras.

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