Chimamanda Ngozi Adichie es una de las mejores novelistas africanas, quien estuvo en Cartagena en Hay Festival en 2019. Nació en Nigeria en 1977, en la aldea de Abba, en el sudeste nigeriano, y fue la quinta hija de un matrimonio de etnia igbo formado por Grace Ifeoma y James Nwoye Adichie; él falleció víctima del coronavirus el 10 de junio 2020. El hermano de Chimamanda la llamó para decirle que había visto muy cansado a su padre el 8 de junio. Al día siguiente, ella lo llamó e imitó a un pariente para arrancarle una sonrisa, y se despidieron con las buenas noches. El 10 de junio la llamó el hermano para decirle que el padre había muerto. Chimamanda se derrumbó. Lea aquí: Chimamanda, madrina de 30 autoras afro
Contar y vivir la muerte de un ser querido antes de la peste era muy distinto, como lo era en Cartagena o en Palenque, lugares con orígenes africanos. Despedir a los muertos de coronavirus se volvió imposible. Previo a la incineración no había paloma mensajera ni poder divino que pudiera llevar una palabra de amor para ayudar a bien morir al ser querido. El silencio en el lecho agonizante, el silencio después de la muerte y el silencio después de la cremación. Pensaba en los tambores que despiden a los muertos en África y en Palenque.
escribe Chimamanda.
Chimamanda dice que esta noticia de la muerte de su padre la “desarraiga sin piedad”. Aquella tarde de su muerte se afeitó antes de ir al médico especialista del riñón y bromeó y leyó el periódico. Ahora por Zoom llovían lágrimas desde distintos lugares del mundo al ver el cuerpo inmóvil del padre en la cama de hospital. Kene, su hermano, le decía que no recibiera más noticias en público, porque reaccionaba “arrancándose la ropa”. Ante la muerte son insuficientes las palabras y todo nos lleva a la crueldad despiadada de la impotencia ante lo irreparable. El alma crispada como los músculos y la terrible certeza de que “vendrán más pérdidas”. Es “una la sensación de disolución eterna”. Entonces el dolor abre surcos en donde el dolor y “la risa forman parte de la pena”. La lejana risa del recuerdo se vuelve lágrima y la orfandad se transforma en ira. “Me descubro inexperta e inmadura” ante el dolor de su ausencia. Ella recuerda que el padre bebía agua caliente para espantar el coronavirus. En la casa de Chimamanda, a falta de los abrazos y los pésames personales, dejan un libro para que los que lleguen dejen sus condolencias. En el Caribe como en África no son suficientes las palabras y los silencios expresivos pueden ser más relevantes como el abrazo, pero en los días de la peste, imposible el abrazo.
“La pena me obliga a mudar de piel, me arranca escamas en los ojos”, escribe Chimamanda en ese cuaderno de lágrimas que es su testimonio Sobre el duelo, publicado por Random House en abril de 2021. Y ella se pregunta cómo puede seguir dando vueltas el mundo ante la muerte de un padre. Ese 10 de junio fue el peor día de su vida. En un instante el padre pidió que lo ayudaran a sentarse, y luego, prefirió seguir acostado. Rezó serenamente casi en susurros el rosario en igbo, pero la muerte aguardaba por complicaciones de una infección y una falla renal. Unas semanas antes lo habían entrevistado sobre un multimillonario que quería apropiarse de las tierras de su pueblo, disputa en la que batalló los últimos dos años. Tal vez pudo contagiarse en aquellos días. Y al ser hospitalizado se había llevado las sábanas de casa para reemplazar las sábanas raídas del hospital. Es absurdo no poder viajar esperando que reabran los aeropuertos nigerianos. No poder acompañar, despedir ni enterrar a los seres queridos es el drama más grande de la pandemia.
La palabra “desaparición” es horrorosa. ¿Cómo puede desaparecer alguien que sigue vivo dentro de mi corazón? Era “honesto, sencillo, amable, fuerte, callado, íntegro, tenía el candor de os justos”. La pena nunca es clara. Es sólida y oscura, dice ella. Mira videos que lo devuelven vivo junto a su madre. Una amiga le devuelve sus propias palabras encontradas en una de sus novelas en la que le recuerda que “la pena era una celebración del amor, quienes sentían auténtica pena habían tenido la suerte de amar”.
Recuerdo la sonrisa de Chimamanda en Cartagena. El color de su sonrisa en su rostro moldeado en el esplendor del ébano, su sonrisa capaz de conjurar cualquier inminencia del duelo. Pero en sus palabras aún siento la humedad de sus lágrimas. Lea además: Hay Festival 2019: hay retratos de vida de escritores y pensadores
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