Facetas


“El maestro José Carrasquel, un artista en su laberinto”

Escaseados los recursos y debilitadas las posibilidades de mantenerse en Cartagena, el maestro ha tocado las puertas para regresar a Venezuela.

GUSTAVO TATIS GUERRA

08 de noviembre de 2020 12:00 AM

Tal vez uno de los dramas humanos más conmovedores de estos diez meses de la pandemia es el de viajeros amigos muy cercanos, que vinieron en el comienzo de 2020 a Cartagena y aún no han podido regresar a sus respectivos países. Está el caso del artista venezolano José Arcadio Carrasquel, que preparaba una exposición de sus pinturas en pequeño, mediano y gran formato de esta serie que prosigue el camino del constructivismo artístico y del arte cinético, un movimiento artístico latinoamericano que, en su país, impulsó el maestro Carlos Cruz-Diez.

El maestro Carrasquel, nacido en Barquisimeto, Estado Lara, en 1944, es Premio de Arte Constructivo, Bienal Mundial de La Habana, 1980. Estudió arte en Venezuela y se desempeñó como docente. En 1968 viajó a Moscú y estudió Diseño y Periodismo Visual. Viajó por los países nórdicos, Italia y Alemania. En 1980 se dedicó a estudiar el abstraccionismo geométrico y cromático Joseph Albers en Nueva York. Residió en París durante largas temporadas. Ha expuesto su obra en Art-Expo-Nueva York, en la galería Venezuela de Nueva York, así como en galerías y museos de Europa y Latinoamérica.

A sus 76 años, tiene un amplio recorrido mundial, sus pinturas abstractas nos llevan al esplendor de la luz que, al degradarse en sombras, nos sumergen en una atmósfera misteriosa y de un fulgor poético. Carrasquel goza de un vitalismo creativo, de una curiosidad inagotable por la belleza, y no hay un solo día en que no pinte o esculpa.

Escaseados los recursos y debilitadas las posibilidades de mantenerse en Cartagena, el maestro ha tocado las puertas para desafiar el absurdo y regresar a Venezuela. Está reuniendo, con la solidaridad de amigos a quienes les ofrece sus pinturas, el pasaje de retorno para llegar a Maicao y, desde allí, dispuesto a irse a pie hasta su casa, rompiendo la trocha de los caminos impenetrables. Es una situación lamentable. No se trata de un viajero al que se le agotaron los recursos, sino de un artista con más de medio siglo de trayectoria que ha representado a su país en el mundo. Cuando estaba a punto de retornar, comenzó la cuarentena y él vio horrorizado en su confinamiento forzoso en Cartagena, cómo se paralizó el mundo, las estaciones de los buses, el transporte terrestre y aéreo, y su vida quedó a la deriva como un personaje de Kafka: intentado salir de una habitación o levitar al cielo raso.

La única alternativa que tiene y ha tenido siempre no es otra que su propio arte: el reino de sus colores y sus figuras geométricas que propician un vertiginoso ilusionismo de luz y sombra. Cada vez que miro sus pinturas siento que los colores se mueven, en espirales que dispersan el arco iris en el viento. Pero ahora, al escuchar al maestro Carrasquel, su voz tiene la pulsión de los desesperados que no resisten el peso abrumador del absurdo de la pandemia y la situación social despiadada que le ha tocado padecer a él, un creador consagrado que se aproxima a sus ochenta años, sin ninguna protección y en la orfandad en Cartagena.

Pese a la adversidad, el maestro ha tallado en estos silencios de la escasez pequeñas esculturas del general Bolívar, con miniaturas de maderas que encuentra en el azar de la intemperie. No ha dejado de pintar, aunque sus propios materiales se hayan agotado. Ha desafiado con su propia voluntad y coraje el miedo a ser contaminado por el virus. Y despierta al amanecer aturdido por la luz de los sueños aplazados, sacando color y belleza de la nada.

El barco que iba a ninguna parte

El absurdo kafkiano que vive el artista Carrasquel se parece al de los viajeros de aquel barco que, al arribar al puerto de Cartagena en plena pandemia, no pudieron descender. Ningún puerto quería recibirlos al enterarse de que a bordo iban algunos contagiados de coronavirus. Así que el barco iba a la deriva, errando entre las olas hacia ninguna parte, esperando el momento en que las autoridades les permitieran llegar a un puerto que se compadeciera de su suerte. Muchos de los viajeros, desesperados por el encierro, atrapados en la desazón de ver el mar y el horizonte cercado de las aguas, sintieron que aquella pesadilla era peor que la misma peste.

En Cartagena, una visitante oriental estuvo a punto de irse en uno de los vuelos humanitarios, pero no le permitieron regresar porque, además, está con su pequeño hijo que nació en Estados Unidos. Las fronteras se agigantaron en la pandemia y lo que parecía cercano se volvió lejano, las ceremonias sociales desaparecieron en estos meses, los saludos, los abrazos, los besos. Solo los orientales lo supieron desde siempre y nunca se saludaron de manos. Su silencioso saludo de manos en el pecho, sin tocar al otro, era el equivalente al abrazo caluroso que damos en el Caribe.

Una buena amiga cartagenera casada con un europeo, residente en París, fue tocada por el virus al llegar a su ciudad natal y, al contárselo a su compañero sentimental de tantos años, la respuesta inusitada fue absurda como todo lo que hemos vivido en estos meses: él le pidió que no se le ocurriera regresar a casa, porque temía que lo contagiaran a él. Lo peor de cada ser humano ha salido a flote en esta pandemia. En el confinamiento cada uno ha probado ser lo que es, sin máscaras. El drama del que desea regresar y no puede, o el que desea regresar y le dicen que ya no regrese porque ya no lo quieren. Es el absurdo del desamor y del delirio demencial de quienes han sufrido una metamorfosis emocional bajo el cataclismo de la peste. Seres a los que se les ha desgastado su propia máscara.

Con el arco iris
bajo el brazo

El maestro Carrasquel ha salido con sus pinturas bajo el brazo, como si huyera de sí mismo, en el centro de su desencanto en Cartagena. Vender arte en plena pandemia es una valentía y los compradores regatean el sueño de los creadores, acorralados por la adversidad. Ha llamado más de diez veces al cronista para contarle su suerte y ahora solo quiere verle la cara, tan solo para no sentirse tan solo y desamparado con sus pinturas. Deseando tal vez que el arco iris de sus pinturas, el que lleva bajo el brazo, se convierta en un par de alas que lo devuelva a su casa de Venezuela.

Epílogo

Un día en París, el autor de Cien años de soledad le compró a Carrasquel un par de pinturas y le pidió que le recordara su nombre, porque parecía haberlo visto en La Habana. El artista silabeó su nombre: José Arcadio Carrasquel, dijo mirando a los ojos a García Márquez.

—¡Tú sacaste ese nombre de mi novela!

—Soy de 1944, anterior a la novela.

—¿De dónde eres?

—De Venezuela.

El escritor no le creyó hasta ver su cédula, pero antes exclamó: ¡Estos venezolanos sí maman gallo!

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