Facetas


El sancocho más chévere del mundo

HILENIS SALINAS GAMARRA

20 de agosto de 2017 12:00 AM

Dani Luz aprieta con su mano izquierda una libreta de páginas gastadas que encontró entre los libros de su casa. Con la derecha empuña un lapicero sin tapa y empieza a rozarlos, creando un sonido que al principio parece ruido, pero se convierte en la base del sancocho más chévere que usted podría disfrutar.

El lapicero y la libreta no son piezas viejas de una biblioteca sino un instrumento. Se llama Ralladora, y el nombre se lo dieron 15 niños que cada dos días se reúnen en el Centro Cultural Las Pilanderas, en El Pozón, para hacer música con otros seis instrumentos improvisados.

La iniciativa es coordinada por el artista local Daniel David Puello Salcedo, Snach, y lleva por nombre ‘Un Sancocho chévere’, porque está hecha con todo lo que los niños puedan aportar y encontrar en sus casas. “Decidimos trabajar precisamente aquí y con ellos porque este es un espacio vulnerable donde los padres no tienen suficientes recursos para invertir en instrumentos para los niños, entonces es una gran oportunidad para que aprendan ritmos musicales y empiecen a soñar”, dice Daniel, quien siendo niño aprendió con instrumentos creados por él mismo. Uno de los objetivos del sancocho es romper la creencia de que sin instrumentos profesionales no se puede aprender.

Preparativos
A las 3 de la tarde, el salón del segundo piso de Las Pilanderas está lleno de niños que golpean las sillas, los cuadernos y el piso. Tocan el ritmo de Chévere, la canción que escribió Snach y que llevan semanas aprendiendo, él organiza los instrumentos. Son dos cucharones, un rollo de periódico, dos tapas, una libreta, un balde y tres botellas plásticas reutilizadas, dos de ellas llenas de piedras. Pero antes de convertirlas en armonía, deben irse de viaje.

“El primer día fuimos a la playa, luego a Alaska... ¿A dónde quieren ir hoy?”, pregunta Snach y Hernán, de 8 años, pide ir a Italia, mientras Yordi, de 9, desea ver la nieve.

La imaginación logra que todos suban al vuelo 2688 y hacen dos escalas, “qué tronco de frío hay aquí, esta nieve congela”, dice uno de ellos y los demás sueltan risotadas. Luego llegan a Italia y mientras en el mundo real un vendedor grita: “¡El aguacate a 2 mil!”, ellos ven a un señor que canta en un muelle, tocando una guitarra. Al final del vuelo, regresan en Transcaribe y abren los ojos en el segundo piso de Las Pilanderas, donde Snach los espera para empezar a hacer música.

La sazón
Cada niño le pone un toque diferente al sancocho y Daniel lo sabe. Mientras le ayuda a Linda, que aún no se adapta a una Ralladora, en la segunda fila de la sala Hernán sacude un ábaco y canta una estrofa de la canción. Snach lo mira y sonríe. Es el único que sigue cantando cuando todos se han callado y le saca melodía hasta al roce de sus pies.

“Todos tienen su encanto, pero él es especial porque me recuerda al Daniel de hace 12 años. Yo era así de intenso, por eso cuando hace desorden no lo regaño sino que lo motivo a que decante toda esa energía en la música”. El niño también rapea, es una de las voces principales y no solo ha asistido a este taller en el centro cultural.

“Yo siempre pregunto qué están haciendo y en qué me puedo meter, porque me gusta todo eso de la cultura”. Él solo es un sancocho, pues está compuesto de todo lo que con sus recursos pueda conseguir.

La cocción
En la última sesión están presentes los padres de los 15 niños que hacen parte del taller. La madre de uno de ellos no puede creer que el cucharón de servir el jugo se haya convertido en un instrumento musical, pero así es. Los niños decoraron y les pusieron nombres a las siete creaciones, con palabras que imitan el sonido de cada uno o el nombre de alguna mascota.

El rollo de periódico es Spoty; dos botellas plásticas con piedras adentro son las Raca raca; la tapa del caldero y una cuchara es la Bullera; el cucharón y una botellita plástica es el Pam Pam; mientras que la tapa del balde y otro cucharón, son el sonido que marca el ritmo y fueron bautizados como el Tocotó. Las argollas de la libreta y el lapicero es la Ralladora y el balde vacío donde al terminar los ensayos guardan los instrumentos, es El Chévere, “al que todos quieren tocar”.

Cuando Ralladora, Raca raca y Tocotó empiezan a sonar, los padres sonríen y callan. Hernán respira rápido y se apoya de Iván, su compañero de voces; mientras Linda, que todavía no está segura de llevar el ritmo, cierra los ojos para concentrarse más. Están en el Centro Cultural Las Pilanderas, pero su imaginación ha volado -como en las otras sesiones- y se sienten en el concierto más importante de su vida, con miles de espectadores.

Daniel, quien coordina la presentación, también se siente así e intenta conservar la calma hasta que entonan el coro por última vez: “Yo ando chévere, ¡Chévere, chévere! Tú andas chévere, ¡Chévere, chévere! Andamos chévere en la casa y en el barrio...”.

El sancocho está listo, sabe a sueños, música y cultura.

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