Facetas


Erling Kagge, el explorador noruego que viajó tras el silencio

GUSTAVO TATIS GUERRA

04 de febrero de 2018 12:03 AM

Erling Kagge, está ahora de bermudas, con un suéter rojo, en medio del silencio de la capilla del Santa Clara, en la antesala de iniciar su conversación sobre El silencio en la era del ruido, un libro que escribió luego de recorrer durante cincuenta días, los horizontes recónditos de los Polos, para responder tres preguntas que no lo dejaban dormir: ¿qué es el silencio, para qué sirve y qué impacto puede tener en un mundo hiper conectado?

Las tres hijas adolescentes de Erling Kagge se quedaron en silencio, mientras leían el libro de su padre, el explorador y aventurero noruego de 55 años, que ahora está frente a mí, delgado, alto, con sus ojos azules, a la salida de su conversatorio, y ha preferido responderme las preguntas, mientras almuerza. No habla español y una joven traductora nos salva de que los dos nos quedemos en silencio en la mesa. Kagge pide algo liviano, junto a unas papitas francesas que devora con felicidad. Para empezar, solo quiero que me describa las diversas formas del silencio, y él me responde que el silencio absoluto no existe porque el ser humano ha llenado todo de ruidos, hasta el punto que cuando está en un paisaje de profundos silencios, el ser humano se mortifica pensando, y pensar demasiado puede ser otra forma del ruido.

En esa experiencia de silencios, solo se le percibe integralmente cuando el ser humano se siente conectado armoniosamente a la naturaleza. ¿Cómo reaccionaron sus hijas ante su experiencia? -le pregunto-. A las tres hijas, de 15, 18 y 21 años, con sus celulares en las manos, les pareció extraño que su padre durara cincuenta días buscando el silencio, bajo el cielo polar, sin pronunciar una sola sílaba. A las dos mayores les pareció interesante cuando leyeron hasta el final el libro. La menor se quedó en un silencio, y le dijo al padre que “había perdido el tiempo”. Mientras a las dos mayores les encantó el libro y lo compartieron con sus amigos, a la menor, le pareció que el silencio era lo más parecido a la soledad y al vacío. A los amigos de las mayores les pareció fascinante.

¿Qué recuerdo antiguo afloró en esa aventura de caminar por los Polos? Kagge dice que más que un recuerdo, lo que afloró fue un sentimiento de humildad ante la magnitud y majestuosidad de la naturaleza, pero por supuesto, en las noches polares, también surgieron pensamientos de dolor, porque “la vida es complicada hasta en el hielo”, dice riéndose. Pero ante la posibilidad de morir congelado en esa aventura, Kagge dice que como individuo no sintió ni siente miedo, solo aparecieron algunas preocupaciones naturales por su familia. Kagge se levanta muy temprano, le gusta cocinar, y le gustaba organizarles la lonchera a sus hijas cuando eran niñas, caminar mucho desde la casa hasta la oficina y de la oficina a la casa, y en el invierno salir a esquiar, y deslizarse por el silencio abrumador de la nieve. Se acuesta temprano, escribe y le gusta compartir lo que ha escrito con sus amigos. Le parece más interesante la primera hora del día en que se levanta, que la última hora en que decide acostarse. Cartagena le ha parecido “una ciudad muy singular, de gente abierta, feliz, amigable, a diferencia de nosotros los noruegos que somos muy reservados”.

Cree que hay culturas que tienen mayor relación con el silencio, como los japoneses, cuya lengua está diseñada con muchos silencios. Considera que hay diversas formas del silencio, pero no le interesa el silencio como forma de discriminación o exclusión, sino el silencio enriquecedor que humaniza las relaciones humanas y el vínculo con la naturaleza. Lo significativo del silencio como herramienta de exploración de la realidad, es aprender a conocerse a sí mismo. No desde una perspectiva egocéntrica, sino para reconocer a los demás y a la naturaleza misma. Al regreso de su experiencia, tuvo sed de abrazos. Extrañó a los seres que había dejado. Y reflexionó sobre el impacto de las nuevas tecnologías en la dispersión y en la imposibilidad de verse a sí mismo. Y en la necesidad de transformar las experiencias modernas, buscando la esencia de los silencios.

“Cuando fui al Polo Sur descubrí que el blanco tenía diferentes colores y no era tan plano, ni totalmente plano. Y al enfrentarme a aquel silencio bajo la nieve, me acordé de mi abuela que solía hablar con ella misma. Y pude ver la luz natural y no la artificial que no deja ver la luz de las estrellas. Allá recordé a Pascal en una frase de 1640: “El hombre no se puede quedar sentado en una habitación sin hablar mucho”. A medida que me sumergía en el silencio de la noche y de la nieve, la filosofía de Pascal me iluminó el camino: el silencio eterno de los espacios infinitos me sobrecoge. Mi conclusión es que el silencio, en un mundo vertiginoso, que ya no tiene tiempo para aprender a conocerse a sí mismo, es la pausa necesaria que puede traernos la felicidad”. Kagge devora ahora su ensalada, lentamente y con dulzura. Pienso ahora en su hambre mientras recorría la noche polar, y aquel oso que tuvo que eliminar para alimentarse. La sangre del oso rompió el silencio de la nieve.

Erling Kagge me mira, y sus ojos azules me dicen en silencio que hemos terminado esta conversación.

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