Facetas


Faltan cinco para las 12: Crónica de caribeños llorando a la medianoche del 31

Crónica de caribeños llorando a la medianoche del 31 de diciembre y otras historias de barrio cuando faltaban cinco para las doce.

GUSTAVO TATIS GUERRA

29 de diciembre de 2019 12:00 AM

Los caribes somos unos llorones por naturaleza. Con todas las lágrimas que se derraman a las doce de la noche del 31 de diciembre, podríamos inventar una gigantesca laguna. Mi amigo, el escritor Héctor Rojas Herazo, decía que en el fondo los caribes somos profundamente tristes y por eso utilizamos el tambor, el acordeón, la gaita o la dulzaina para conjurar la tristeza con música. Pero eso de llorar a moco tendido a solo cinco minutos de acabar el año y después es un asunto que rebasa el simple sentimentalismo.

En el viejo radio alemán de la casa, cuadrado y enorme, con cables y tubos grandísimos, mi padre escuchaba las noticias del mundo, y desde allí resonaba el coro lacrimógeno de Faltan cinco pa’ las doce, del locutor que acompañaba el anuncio, con una sirena que nos volvía fúnebres a todos. Ahora, desde septiembre, el locutor en Cartagena hace su cuenta regresiva desde que faltan setenta días y pregona que nos apuremos porque se está acabando el año. El anuncio, la sirena y la tristísima canción de Faltan cinco pa’ las doce, en vez de alegrarnos, nos vuelve patéticamente desamparados. La vecina de infancia, la señora Blanca Berrocal, sacaba sus viejos calderos y hacía una algazara más grande que todas las sirenas, como si se estuviera acabando el mundo. Los más viejos y serenos esperaban que pasara aquella barahúnda con el temor de que alguien como era costumbre en aquellos años, sacaba una pistola y hacía tiros al aire. Al día siguiente la noticia de esperar era ‘una bala perdida mató a un niño o a una señora que estaba dormiendo’. Qué locura de país. Aquella desenfrenada manera de recibir un nuevo año, con el eterno calendario de Pielroja y su bellísima modelo que tenía unos cabellos negros entrenzados, el calendario del café Almendra Tropical o el Calendario Briston siempre con su portada de color naranja, me lleva a mirar aquellos años en contraste con este 2019 que es un viejo de pantalones deshilachados al que los nuevos impuestos han convertido en un muñeco desvencijado, atropellado por el filo y la pobreza. Recuerdo que a alguien se le ocurría elevar un globo ardiente y en la Montería en la que vivíamos, aún con numerosas casas de palma, despertábamos con la otra noticia de una casa incendiada. Álvaro, el hijo de la señora Blanca, faltando cinco para las doce, había desaparecido de casa, y no daba señales. Se había ido con una muchacha que estaba en silla de ruedas, y aquello había sido un escándalo porque sus familiares denunciaron al vecino de raptar a la muchacha. Mi padre salió a defender al muchacho al que la Policía había detenido como raptor de la joven, e intercedió por los dos. Todo se resolvió semanas después, pero en el barrio quedó el susurro pervertido de que el joven había tenido relaciones con la muchacha. En asuntos de intimidad, la gente especula fácil. La joven contó lo sucedido y la verdad prevaleció sobre las acusaciones.

La carga emocional de diciembre infarta a más de uno.

La presión comercial de que debes expresar afectos más allá de tus posibilidades de bolsillo vulnera al más frágil. El sentido religioso queda relegado en el aspaviento de la novedad, el frenesí consumista de estrenar ropa nueva, comprar un pavo de Nochebuena, comprar regalos o llenar de luces la casa.

Llorar es una de las maneras que tenemos los caribes para manifestar memorias dormidas, querencias profundas, recordar a los ausentes o presentir que nuestro ciclo vital se aproxima a lo inexorable. Pero hay gente que llora independiente de esta fecha. Gente que tiene una cicatriz reciente, una herida aún abierta por los sufrimientos atroces y despiadados.

Me refiero a mis amigos y amigas de El Salado, donde hace veinte años hubo una de las masacres más espantosas que la historia colombiana haya podido vivir. La sola imagen de los paramilitares jugando fútbol con las cabezas de los degollados en la cancha de microfútbol del pueblo, es tal vez, la imagen del infierno. El año pasado fui a quedarme en El Salado y tuve la experiencia conmovedora de que cada vez que hablaba con alguien, víctima de aquella masacre, sin siquiera sugerir la memoria de esa tragedia colectiva, la persona se iba en llanto. Es muy difícil seguir viviendo como si nada después de algo tan terrible que te acompañará los días y las noches que siguen. El Estado colombiano siempre habló de reparar a las víctimas. ¿Cómo se puede reparar algo con dinero si las vidas han sido masacradas? Se habló siempre de lo material en el territorio vulnerado de las víctimas, pero nunca del duelo interior y emocional de las familias. En El Salado nadie volvió a ser el mismo desde aquella tragedia de febrero del año 2000. Todo el mundo empezó a sufrir del corazón y de la presión alta a raíz de la masacre. Allí no se celebra la Navidad porque fue en diciembre la fecha en que el pueblo amaneció lleno de pasquines en donde se anunciaba la masacre. Y veinte años después, es muy complicado, muy doloroso sentarse frente a un pesebre con niños que son nietos o parientes cercanos de los descuartizados. La música también duele porque fue con música de gaitas, tambores y acordeones con que descuartizaron a las víctimas.

Otras lágrimas de diciembre

Las lágrimas de mamá son lágrimas de mujer sentimental y humana que llora por todo lo que ha vivido y por todo lo triste que abunda en este mundo. Mamá llora por las noticias de muerte de estos días. Y por las esperanzas aplazadas, pero mi hermana dice que pese a todo, a las infelicidades de la existencia, hay que mantenerse en pie, y no perder el derecho a ser felices. Así lo quiere Dios, él no desea vernos tristes, dice mi hermana.

Mi amiga Ana Cristina Guzmán, la hija del médico Plinio Guzmán, compadre de Lucho Bermúdez, me cuenta que su padre iba el último día del año a encontrarse con su viejo amigo de toda su vida, y cuando faltaban cinco para las doce, se abrazaban a llorar juntos como unos desconsolados. Celebraban con vino y whisky, con la música que los había hecho felices, pero cuando sonaba la sirena de la medianoche se iban en lágrimas.

Epílogo

Antes que empiece la barahúnda, mi hermano Alberto y yo nos vamos a la cola del patio a esperar el nuevo año. Es imposible estar ausentes de todo, mientras leemos algunos poemas y conversamos sobre lo divino y lo humano. El cielo de las ciudades se llena de fuegos artificiales. Cada año las figuras de colores estallan de forma impredecibles. Flores, pájaros, estallidos de colores.

Faltando cinco para las doce nació el Negro Rocha en San Onofre, hace 105 años. Está campante. La eterna música nos encoge el corazón y en la calle sale alguien con una maleta y le da la vuelta a la manzana, con la superstición de que ese ritual le deparará un año de viajes. Las mujeres buscan su moruno de color amarillo para que el año sea próspero en amores y los más débiles se comen doce uvas creyendo que cada mes será de sorpresas, como quien vive bajo una mata de parra.

La música de Borinquen nos estremece y el jibarito se atraganta en la garganta, pero el recuerdo de papá es un bálsamo y nos llena de la alegría decuando aleteaba sus pájaros de papel en la casa. Y en la sala está mamá esperándonos, con lágrimas, pero con un humeante arroz apastelado que disipa sus lágrimas.

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