Aquel 19 de marzo de 1936, en la vereda de Naranjal, en Ovejas (Sucre), nacieron dos niños a los que sus padres habían decidido que se llamaran José y Ramón. La parturienta dijo que Ramón había nacido muerto. No lloró al nacer y al comprobarlo descubrió que no tenía ninguna señal de vida en su frágil y gelatinosa humanidad amoratada. Dejó al niño muerto en una ponchera que se fue oscureciendo con la sangre en el agua. Le puede interesar: Así fue el homenaje del reconocido poeta cartagenero José Ramón Mercado
Y se encargó de atender a José cuyo llanto fue la señal de que se había salvado. Y le limpió las asperezas del líquido amniótico y de su enorme ombligo, hasta que vio que José empezaba a apagarse como una vela. Al cabo de un rato de tensiones en los que la parturienta se sintió aturdida y perdida por la embestida de la muerte, sintió el ronroneo de un gato que arañaba la lona de la cuna de los niños mellizos.
La parturienta pidió que espantaran a aquel gato imprudente que se había colado en la sala de parto, pero descubrieron que no era ningún gato, sino el niño muerto que chapaleaba en la ponchera dando la última señal de vida. La parturienta no había terminado de limpiar a José cuando se ocupó de Ramón resucitado y en el mismo momento en que percibió sus pataleos, vio que José daba sus últimos pataleos de vida.
La madre en honor de los dos niños decidió que el niño salvado llevara los nombres José Ramón. Esta es la historia de José Ramón Mercado que el periodista Eduardo García Martínez contó en el homenaje al poeta José Ramón Mercado (1936-2021) en el acto póstumo que se realizó en un auditorio colmado en la universidad de Bellas Artes de Cartagena, en donde su hijo José Ramón Mercado Ricardo trajo 19 libros publicados por su padre y armó un altar. Lea además: José Ramón Mercado: un recorrido entre paisaje, memoria y linaje
Eduardo dijo que su amigo y compadre comía con una voracidad de náufrago porque de niño había aprendido a arrear agua, ir con el agua a caballo y cortar la leña, y había compartido su sed bebiendo en el agua de los arroyos junto a su caballo flacuchento poniendo su boca junto al hocico del caballo, y no se sabía quién bebía más agua, si el caballo si el muchacho José Ramón.
El hambre por el conocimiento, la poesía y los manjares que parecían inalcanzables lo marcaron desde niño cuando la familia empezó a repartir a los hermanos entre los parientes ante la inminencia de la escasez y la inminencia de la pobreza. La niña Pacha, que le enseñó a leer y escribir que intuía su historia de orfandades, le dijo a la madre del poeta: No te preocupes, no pagarás nada. Este niño será como una ñapa.
Y José Ramón no olvidó aquellas palabras que en medio de la bondad y la ternura entrañaban una terrible incertidumbre. El propietario de la más grande tabacalera dueño de la casa monumental de Ovejas en el corazón del pueblo solía invitar a los niños pobres y hambreados para que se hartaran en una enorme mesa en la servía la comida sobre hojas de bijao.
En esa patética ceremonia del hambre llegó el niño desamparado y el dueño de la tabacalera le dijo a sus pequeños niños que vieran cómo comían los niños que tenían hambre. José Ramón estaba entre esos niños, pero al contemplar el esplendor de aquella casa donde reinaba el poder, su sueño era comprar algún día esa casa que aparecía de par en par en la neblina de sus sueños.
La imagen recurrente de aquella casa se convirtió en una imagen: La casa entre los árboles, que fue el título de uno de sus mejores poemarios, en los que el poeta imaginaba que todo Ovejas estaría enclavado en un inmenso bosque donde la casa brillara por sí misma. Al jubilarse como rector del colegio Inem en Cartagena, su sueño era claro y obstinado: comprar esa casa. Y eso hizo. Llegó a Ovejas e hizo la diligencia de averiguar quién había heredado aquella casa donde había entrado desde niño a comer como un hambriento.

Ahora era otra sed, otra hambre de ilusión la que lo atormentaba. Poseer una casa que lo ataba a una infancia tormentosa donde el caballo seguía bebiendo de aquel arroyo inagotable. Le recomendamos leer: La epopeya de José Ramón Mercado
Y donde los manjares expuestos a la luz del mediodía invadían el aire caliente de aquel patio de la casa ilusionada. Al entrar a la casa lo sacudió el pálpito de que aún estaba el fantasma del empresario tabacalero y el fantasma de los niños hambrientos. Cruzó el patio, y de repente sintió el halo misterioso de que el otro José, el hermano muerto, le reclamaba que cumpliera el sueño de habitar la casa que parecía imposible.
Al escribir poemas en las noches tenebrosas le asaltaba el pánico de que el hermano muerto volviera a murmurarle alguna metáfora del poema inacabado o le reclamara por algún deseo incumplido. José Ramón no se permitió jamás envejecer al llegar a los ochenta años. Y cumplió muchos deseos que había dejado pendiente como llegar al Partenón en Grecia y evocar el espíritu del paisaje que inspiraron a los trágicos griegos.
En parpadeo tuvo el deseo pueril de arrancar un pedazo de piedra de aquel patrimonio y llevarlo consigo como un recuerdo de Sófocles, Eurípides y Esquilo. Cuando la piedra se desmoronó entre sus dedos tuvo la certidumbre de que nadie posee ningún paraíso que no esté en el corazón y en la conciencia.
José Ramón tuvo la intuición de que sus días se estaban apagando bajo la amenaza de la peste, y soñó que la casa comprada debía convertirse en algo más que en una casa museo, en un centro cultural para los Montes de María. La casa abierta albergará ahora no solo a los sedientos y hambrientos comensales de la poesía sino a todo aquel que apueste por la belleza de la vida y del mundo.
Una casa museo con biblioteca, sala de arte y patio de los ancestros donde su hijo José Ramón ha sembrado treinta árboles para honrar a sus antepasados. La mirada de José Ramón Mercado está viva en el retrato que ilumina la sala.
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