Facetas


La historia de Carlos Gustavo Méndez

CARLOS VILLALBA BUSTILLO

02 de octubre de 2016 12:00 AM

La generación de Carlos Gustavo Méndez inició su tránsito vital en la década que juntó a la Revolución cubana con la guerra del Vietnam, la Alianza para el Progreso, la Cuarta Conferencia del Episcopado Latinoamericano, la Noche de Tlatelolco y el plantón de Daniel el Rojo en Paris, entre otros fenómenos interesantes. Por eso no escapó del sarampión revolucionario durante sus años de estudiante, con liderazgo y arrojo.

Pero cultor de la historia y admirador de George Clemenceau, El Tigre (médico también), su criterio de hombre de razón, al cabo de cinco o seis años de maduración intelectual, le delineó otra perspectiva de nuestra sociedad y sus problemas, y lo sustrajo de una militancia que condujo a la gran utopía del siglo XX. Sobre ella le oí muchos y certeros análisis sustentados en una dinámica global que le dio al mundo una vuelta en redondo, con caída de muros y olvido de mitos, aunque también con la saturación, aquí, de un conflicto armado que degradó a una insurgencia que cambió el ideal de una nación justa por la corrupción, con tal de no decirles adiós a las armas.

Vine a tratarlo con más frecuencia cuando ya era médico internista y gastroenterólogo, con formación y títulos habilitantes, depurados con un sentido humanístico en el que la conducta profesional y un orden de lecturas escogidas definieron al hombre de sensibilidad y convencido de extraerle savia a la antropología de aplicación clínica. Bastaba conocer los modelos que lo guiaban: Gregorio Marañón y Ramón y Cajal, Bernardo Housay, Ignacio Chávez, César Milstein, el profesor López de Mesa y figuras prominentes del propio patio como José Fernández de Madrid, entre los decimonónicos, y Alfonso Bonilla Naar y Henrique de la Vega, entre los vigesimonónicos.

Esa personalidad excepcional del médico consagrado y culto está desapareciendo, por desgracia, y la tendencia aumentará mientras la desconsideración del Estado con los médicos y la indolencia de las empresas con los pacientes distorsionen una responsabilidad social donde, sin embargo, cabrían sin malferirse la ganancia y la solidaridad.

Por esa doble virtud que noté en Carlos Gustavo Méndez, y que ustedes confirmaron a lo largo de tres lustros de columnas periodísticas en las que hubo contenido y versatilidad, mensaje y enjundia, pedí al Consejo Superior de la Universidad de Cartagena, siendo rector de esta, que lo designara decano de su facultad, y se sumergió con urgencia hipnótica en la hermosa aventura de crear, asistir y educar al mismo tiempo, ajustado a esa tipología en la que médico y educador constituyen un vínculo indispensable.

En sólo dos años aprecié cómo integró de bien esas dos vocaciones que por siglos animaron a los hombres de ciencia para sentirse realizados. Quien recibió debe dar de sí lo que más pueda, con desprendimiento de misionero, para proyectarse y hacer de su proyección un patrimonio que los discípulos valoren, y les sirva, por contera, de estímulo y acicate con el fin de enriquecer el presente y el futuro del medio y sus complejidades.

Fue una muy buena época de nuestra universidad, de sus facultades, de sus departamentos, de sus centros de investigación, de sus laboratorios, de los institutos y unidades que se crearon, del equipo en general, que columbraba con ansiedad la llegada de un final de siglo que podía ser traumático, como algunos anteriores, en caso de que no se investigara con método y dedicación, y el nivel universitario de educación no resistiera los planes que el Ministerio del ramo, Colciencias y el Instituto para el Fomento de la Educación superior articulaban en acreditación de programas, intercambios internacionales, posgrados, maestrías y doctorados.

La facultad de medicina, en particular, impulsó sus eventos académicos, muchos de ellos interdisciplinarios con odontología, química y farmacia, enfermería y trabajo social, con la mira puesta en el propósito de que la hipermodernidad que aterrizaba no deteriorara la tradición misional de los hombres y mujeres a quienes el destino señaló como depositarios de las vidas en peligro. En otras palabras, para que la sabiduría y el alma humanas no fueran arrolladas por el acero y los botones de la tecnología.    

Los aparatos, por sofisticados que sean, no suplen al hombre que maneja las esperanzas, la fe y los temores del paciente. El necesitado mayoritario que no tiene cómo pagar el tac o la resonancia, confía y se aferra al facultativo que conoce su patología y la trata con entrega y honradez. Fue una pena que quedaran en el rasero de la tertulia informal, y no en los salones académicos o en las revistas especializadas, sus claros y severos juicios sobre esa suerte de exclusión que la avaricia fomenta en los servicios médicos, machacados con las letrillas de Quevedo: “¿Quién hace de piedras pan sin ser el Dios verdadero? El dinero”.

Infortunadamente, ese retrato cruel trazado desde el siglo de oro nos estruja cada día más al repasar las piezas dañadas de un sistema de salud sin cohesión en sus instituciones, ni control en un mercado de medicamentos donde hay más tráfico que transacciones. Lo desesperante es que, si aspiramos a erradicar sus injusticias, pocas ideas siguen vivas, muchas están muertas y las demás andan dormidas. Así las cosas, la muerte presenta para los pobres, como decía Óscar Lewis, un problema casi tan grande como la vida. 

Méndez respiraba superación en estado puro. Era una especie de obsesión que lo forzaba a pedirse cuentas y darle parte a su conciencia. Algo consubstancial en un espíritu que combinó libros con vida en dosis que lo liberaron de prejuicios y prevenciones. Vivió como quiso y pudo, haciendo felices a sus dos esposas y a sus dos hijos, que fueron sus cuatro orgullos: “amor impreso en el alma, que dura después de las cenizas”.

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